La Constitución española establece que los diputados no están ligados por mandato imperativo, aunque a los ciudadanos hoy, seducidos por la democracia directa, les irrite que sus representantes puedan ejercer su función constitucional con independencia y criterio propio.
La presión popular y el poder de los partidos (con su régimen disciplinario y el control absoluto sobre unas listas cerradas) han reducido al titular del escaño a una marioneta que se limita a apretar un botón llegado el momento de la votación. Muchas veces, bastaría que a los portavoces de cada grupo parlamentario se le asignara tantos créditos como escaños alcanzó el partido en las urnas. Nos ahorraríamos un Potosí.
Setecientos diputados elegidos en España desde el 20 de diciembre no han sido suficientes (ni capaces) para encontrar un acuerdo para desbloquear una situación política sin parangón en las grandes democracias occidentales (sí, aún nos quedan unos días para superar el récord de Bélgica sin gobierno, pero todo se andará…).
El secreto blinda el voto frente a cualquier presión. Es cierto que en ocasiones también pude ser una cortina tras la que se oculte una maniobra corrupta. La inevitable condición humana.
La Constitución protege los derechos a expresar y difundir libremente pensamientos, ideas y opiniones, obliga a que el ejercicio de la actividad de los partidos, su estructura interna y su funcionamiento sean democráticos. Y la ley orgánica que los regula proclama que los miembros de los partidos no pueden tener limitada ni restringida su capacidad de obrar.
La tradición parlamentaria española promueve el derecho de los ciudadanos a conocer qué votan cada uno de sus diputados. Pero el Reglamento del Congreso dispone que la votación será secreta cuando lo soliciten dos Grupos Parlamentarios o una quinta parte de los Diputados o de los miembros de la Comisión.
Votación secreta forzó la oposición de izquierdas en 2003 cuando el Congreso avaló la política de Aznar sobre Irak. No hubo fisuras en el PP y sus 183 diputados respaldaron al Gobierno. Votación pública fue la que propició la reforma express del artículo 135 de la Constitución pactada por PSOE y PP, y no fue obstáculo para que cuatro diputados socialistas votaron en contra de su grupo.
El Reglamento del Congreso establece que las votaciones para la investidura del presidente del Gobierno, la moción de censura y la cuestión de confianza serán en todo caso públicas por llamamiento. Pero la presidencia y los miembros de la Mesa se eligieron por votación secreta y el PP consiguió 179 votos, tres por encima de la mayoría absoluta que necesita Rajoy para ser investido.
¿Qué hubiera pasado en la investidura con una votación en urna? ¿Se hubiera reproducido el resultado de la Mesa? ¿Qué habrían votado los cuatro diputados extremeños del PSOE cuyo líder defiende la abstención para facilitar que España tenga un gobierno? ¿Hubieran los ochos diputados castellano-manchegos socialistas aceptado ser los protagonistas de la “abstención mínima” que ha defendido Emiliano García-Page? ¿Cómo se hubieran pronunciado las veinte señorías que Susana Díaz comanda en la Carrera de San Jerónimo? ¿Habría votado en conciencia algún socialista que, como Sánchez proclamó en su día, crea que es un error considerar que «si ninguno tenemos los votos suficientes para gobernar en solitario, nuestro único compromiso es la oposición»?.