Los Constituyentes de 1978 pensaron, siguiendo las pautas de otras constituciones europeas (Francia, Italia) que era conveniente que el Ejecutivo renunciase al gobierno de los jueces (nombramiento, supervisión, disciplina, inspecciones, sanciones, etc.) que antes correspondían al Ministerio de Justicia y que ahora asignarían a un órgano independiente: el Consejo General del Poder Judicial. Los miembros de procedencia judicial debían ser elegidos entre los propios jueces a imagen y semejanza de la Constituciones europeas de nuestro entorno. Esto se decía en la Constitución de 1978.
La Constitución y la primera regulación de la Justicia quiso liberar a ésta de su dependencia gubernamental, pero después de aquella primera regulación con la Ley Orgánica 1/1980 del 10 de enero, ningún otro órgano constitucional ha tenido tanta legislación reformadora como el Consejo General del Poder Judicial (en 1985, 1994, 2001, 2003 y 2004).
Los socialistas vieron siempre en los jueces un resto del franquismo, como sucedía con los militares. Por ello, una de sus primeras medidas cuando llegaron al poder fue adelantar su edad de jubilación, con objeto de depurar en lo posible las cúpulas de la carrera judicial y de los más altos tribunales del país.
Con un Congreso y un Senado abrumadoramente dominados por el PSOE, aprobaron su segunda medida, que fue modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial (Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio), atribuyendo al Parlamento -es decir, a los partidos políticos- la facultad de designar a los veinte vocales del Consejo, que son la totalidad del órgano de gobierno de los jueces.
Una forzada interpretación del artículo 122 de la constitución condujo a que la elección de los 12 vocales de carrera judicial se realizara también por la propias Cortes Generales, lo que provocó que, en última instancia, fueran los partidos quienes designaban a la totalidad de sus miembros.
La realidad del funcionamiento del CGPJ ha sido así, desde 1986, algo lamentable, tanto en lo que se refiere a los nombramientos – un mercadeo de cargos basados en el amiguismo y la proximidad ideológica más que en los méritos profesionales- como en el funcionamiento de los servicios. Se producen en su seno denuncias cruzadas y se alardea, por unos o por los otros, sobre los nombramientos conseguidos por la propia Asociación. Las minorías (o los no asociados) censuran el “pasteleo” y denuncian la marginación de que son objeto.
La peor consecuencia del sistema es que obliga a los jueces -aquellos que quieran hacer carrera- a “alinerarse” políticamente con unos u otros, pues si se quedan en tierra de nadie, sin afiliarse a la asociación “conservadora” o “progresista”, pueden no ser tomados en consideración a la hora de las promociones o cambios de destino.
El sistema se trató de depurar con ocasión de la firma, a comienzos de 2001, del llamado “pacto por la justicia”, que introdujo una variante en la Ley de 1985, a través de la nueva Ley Orgánica 2/2001 de 28 de junio. En ella se mantuvo la elección de los 12 vocales por mayoría de 3/5 del Congreso, pero se estableció un mecanismo de propuesta previa con carácter triple (es decir, tres candidatos por cada puesto vacante) que debían presentar las asociaciones judiciales y los jueces o magistrados no asociados que representan un 2% de la carrera judicial.
De esta forma, el Parlamento tendría que seleccionar 12 entre los 36 candidatos presentados por la comunidad de jueces. Este sistema solo ha sido paliativo, más aparente que real, a la politización de los nombramientos, pues los partidos políticos han sido quienes en las elecciones celebradas por las Asociaciones de jueces han seguido moviendo los hilos para que los nombramientos a realizar fuesen los previstos. Al final, las asociaciones mayoritarias de jueces actuaban como correas de trasmisión de los partidos políticos, a cuya sombra se cobijaron; una al abrigo del PP, otra al amparo del PSOE y la tercera pagó su no alineamiento con su exclusión.
Cambiar los jueces, someterlos a las directrices gubernamentales ha sido siempre la obsesión de los regímenes revolucionarios o totalitarios, pero es también un gran factor de riesgo para la estabilidad del sistema democrático y para la prosperidad de una nación.
En resumen. El sistema instaurado en 1985 y la reforma de 2001 deben ser abandonados. Hay que volver a la designación de los miembros del Consejo por la propia comunidad judicial, complementada por instituciones públicas representativas de la total comunidad jurídica (más amplia que la judicial), lo que sería muy de desear. De los 12 representantes (una vez descontados los ocho de nombramiento directo del Parlamento), ocho deberían serlo por jueces y entre jueces y los otro cuatro deberían ser elegidos por las Juntas de Decanos o representantes de los Colegios de Abogados, por las Facultades de Derecho, el Consejo General del Notariado o la Academia de la Legislación y Jurisprudencia, instituciones todas ellas centenarias que han acreditado una trayectoria ejemplar en defensa del Derecho y la Justicia, lo que avala su legitimidad institucional. La participación de estas instituciones en la elección del Consejo aportaría un equilibrio sano en el seno de éste, que le aleje tanto de la lucha política como de cualquier corporativismo judicial.
– Este artículo es un estracto de Regenerar la democracia, Reconstruir el Estado (Unión Editorial, 2012), libro escrito por Gaspar Ariño Ortiz.