Hay antecedentes muy próximos en los que fijarse. Durante la primavera de 1991 empezó a especularse con la posibilidad de que estallara una guerra en la antigua Yugoslavia. Cuando se aproximaba el verano le pregunté al técnico de un equipo de fútbol importante, serbio para más señas, qué pensaba del asunto. “Es imposible que haya guerra, me dijo, los yugoslavos llevamos demasiados años juntos y, a pesar de las diferencias, nos toleramos mutuamente. Yo tengo muchos amigos croatas a los que nunca haría daño”. Ese mismo verano empezaron los combates fratricidas que costaron miles de muertos y centenares de miles de desplazados y refugiados.
Aquel profesional del balompié tenía razón, los pueblos se toleraban, pero no contaba con que los políticos tenían otros intereses. Los dirigentes de ambos lados radicalizaron sus posturas, echaron mano de los extremistas y consiguieron que estallara la guerra.
El principal protagonista de aquel conflicto fue Slobodan Milosevic, que se propuso proteger a los serbios diseminados por los estados de la antigua Yugoslavia y defender sus santos lugares enclavados en zonas pobladas por musulmanes, como el “campo de los mirlos” de Kosovo. Aquellas guerras supusieron la desintegración total de Yugoslavia y no acabaron hasta 1998 con el bombardeo de la OTAN sobre Belgrado, algo que unos años antes parecía algo totalmente impensable.
La estrategia de Putin
Milosevic pensó hasta el final de su vida que la Historia le había encomendado la tarea de mantener la supremacía serbia en la antigua Yugoslavia. La misión que Putin se plantea es devolver a Rusia el esplendor de épocas anteriores. Pero para seguir siendo una potencia mundial necesita que Ucrania continúe formando parte de su órbita. Y si eso no es posible, a la vista de lo ocurrido, es imprescindible en cualquier caso mantener intacta y segura la base de Sebastopol, en Crimea, que alberga su flota naval del mar Negro.
Este enclave le abre la puerta del Mediterráneo y le permite mantener cierto equilibrio estratégico con la VI flota norteamericana, que patrulla el mare Nostrum desde Nápoles. El hecho de que Crimea perteneciera a Rusia hasta 1954 le confiere, además, una sensación de propiedad similar a la que tenían los serbios sobre Kosovo.
El papel de los extremistas
Del mismo modo que Milosevic arengó a sus chetniks y reavivó la llama de la lucha contra el nazismo, Putin no ha dudado en atizar las brasas de un nacionalismo ruso dormido durante décadas de “relación fraternal”. Sus “extremistas” han ocupado los aeropuertos de Crimea y rodean las instalaciones militares que dependen de Ucrania. No son soldados rusos, pero se comportan como si lo fueran. En el lado contrario, tras el fervor desatado en el Euromaidán de Kiev, no resulta extraño que muchas personas pretendan alistarse en el ejército ucraniano para “defender a la patria”. Y así es como empiezan las guerras.
Cómo enfriar la situación
Cuando los ánimos se exaltan de esa manera es imprescindible mantener la calma. Ante el órdago de Putin en Crimea, Estados Unidos y Europa han recurrido a la amenaza de aislar a Rusia económicamente frenando inversiones y congelando flujo de dinero en efectivo. Mejor esto que acusar a Obama de “blandengue” como están haciendo en Washington los nostálgicos de la guerra fría.
La entrada en el G-8, el verdadero gobierno del mundo, fue en su día un éxito de Putin. Y la próxima cumbre está prevista en Sochi como colofón de los juegos olímpicos de invierno en los que tanto invirtió Rusia. De momento se han paralizado los preparativos. Las espadas están en alto, pero Putin debe valorar ahora sus prioridades. Puede invadir Crimea y desatar una guerra de imprevisibles consecuencias con la que perdería Ucrania para siempre o se arriesgaría a una dolorosa partición del país.
Pero también puede negociar con Occidente, mantener la celebración de los juegos Paralímpicos de Sochi y la cumbre del G-8 y, en consecuencia, asegurarse de una manera pacífica la continuidad de su flota naval en Sebastopol. Pero para ello, unos y otros deben desactivar a sus respectivos extremistas.