En el siglo XXI, la esclavitud todavía es una realidad. Sigue moviendo unos 13.000 millones de euros al año y afectando a 400 millones de niños, según datos difundidos por la Conferencia Española de Religiosos. Aunque pensamos que esto pueda tocarnos de lejos, lo cierto es que en España, mucho de los alimentos u objetos que compramos han sido fabricados por niños sometidos a condiciones de esclavitud.
Gran parte de los pequeños placeres que experimentamos en el hemisferio norte depende de los esfuerzos y las penurias de miles de esclavos en el cono sur.
Parte del chocolate que degustamos, de los coches que conducimos, de los móviles que utilizamos o de la ropa que lucimos han sido fabricados por manos pequeñas.
En la India y Afganistán, los dueños de las fábricas reclutan a niños de familias humildes para pagar deudas adquiridas en situaciones límite. Las familias no tienen más remedio que ofrecer a sus hijos como moneda de cambio para canjear las deudas contraídas por una asistencia sanitaria o un funeral. Los intereses desorbitados hacen que las deudas sean finalmente imposibles de pagar y vayan pasando de padres a hijos.
En China, los niños fabrican fuegos artificiales, en Brasil los esclavos extraen el carbón utilizado para la fabricación de acero para automóviles, en Costa de Marfil, unos 12.000 niños recogen el cacao que más tarde se exportar para para fabricar el chocolate y en la República Democrática del Congo, los niños son explotados en minas de coltán, mineral utilizados para la fabricación de ordenadores, teléfonos móviles y cualquier tipo de dispositivo electrónico.
En Benín y Egipto, los esclavos producen algodón. Se estima que alrededor de un millón de niños son utilizados para trabajar en este sector, porque son más baratos y obedientes que los adultos y porque tienen la estatura adecuada para inspeccionar las plantas de algodón.
En los últimos años la creciente deslocalización de las fábricas del primer mundo hacia zonas del planeta donde es más barato producir no ha hecho más que aumentar la lacra de la esclavitud infantil.
Las empresas huyen de los impuestos y los altos precios del transporte de las materias primas, pero ¿A qué precio? Las alfombras que pisamos, los juguetes con los que disfrutamos, los móviles que cada vez con más frecuencia nos cambiamos, las joyas que lucimos y la comida que comemos depende en algunos casos del sufrimiento y el sudor de cientos de pequeños latinoamericanos, africanos y asiáticos que ven como cada día la vida pasa con pocos objetivos por los que luchar y sin apenas esperanzas por mejorar.