«No estamos meramente transfiriendo el poder de una a otra Administración o de un partido a otro, sino que los transferimos desde Washington DC y se lo devolvemos al pueblo«. El discurso populista ha llegado a la Casa Blanca. Otra vez, aunque nadie recuerde a Andrew Jackson. Y las élites de Washington aplauden mientras su nuevo presidente les acusa de no haber hecho nada por la gente común.
«Washington ha florecido, pero la gente no ha compartido esa riqueza. Los políticos han prosperado, pero los trabajos se han ido y las fábricas han cerrado. El establishment (léase casta en castellano) se protegía a sí mismo, pero no a los ciudadanos del país», escucho a Donald Trump. Y no he podido menos que recordar el eco de Pablo Iglesias: “El problema es un modelo de país que ha puesto a trabajar al Estado contra la sociedad, una minoría que engordaba sus cuentas mientras que la minoría veía cómo las suyas adelgazaban, eso es la corrupción: robar las instituciones a la gente”.
Apenas 1.433 palabras y 16 minutos. Uno de los discursos inaugurales más breves de la historia ha sido suficiente a Trump para dejar claro, con su habitual retórica, que no llega a Washington para pastelear. Viene a cambiar las cosas. Con un objetivo básico, dice: el interés de los americanos, siempre en primer lugar. Tanto si es para su economía (pilotará sobre “dos reglas sencillas: comprar productos americanos y contratar ciudadanos estadounidenses”) como para su defensa (“Hemos defendido las fronteras de otros países mientras declinábamos defender la nuestra»).
El tiempo dirá si la vieja combinación de proteccionismo, nacionalismo y aislacionismo tiene propiedades mágicas para “hacer a Estados Unidos grandes de nuevo” en este mundo convertido en una aldea global. Aunque Trump no va a disfrutar ni de los 100 días de cortesía para comenzar a ser juzgado.