Han pasado ya unos días desde que conociéramos el resultado de las elecciones presidenciales y aun son millones los americanos que siguen pellizcándose el brazo o frotándose los ojos esperando despertar de lo que parece una pesadilla para la que nadie les preparó.
Estados Unidos se enfrenta a lo que aquí se conoce como the aftermath, un término que viene a definir algo así como las secuelas de un hecho desagradable o molesto. Estos días el país ha sido testigo de las protestas contra la elección de Donald Trump por parte de lo que el flamante presidente electo definió como «manifestantes profesionales» en su primera entrevista televisiva.
Llama la atención cómo el hecho de contar con los derechos de expresión y agrupación, herramientas básicas en una democracia, se gestiona de manera tan diferente a los dos lados del charco. En Europa, el derecho a quejarse y salir a la calle no conoce límites, ya sea el motivo una institución pública, el sistema sanitario, el derecho a decidir y otras tantas reivindicaciones. ¿Hasta qué punto rodear el Congreso es legítimo? ¿Por qué no nos sentimos realmente ofendidos cuando se grita o insulta a un diputado en nuestro país? Quizá es que no hemos pasado tiempo suficiente con nuestra joven democracia como para cogerle cariño.
En este lado del Atlántico, Estados Unidos, con 230 años de pura democracia, manifestarse en contra de un proceso constitucional era algo inédito. Gritar «Not my president » y salir a la calle para hacerlo se entiende como un acto de anti-patriotismo. En tono de humor, el monologuista del famoso Saturday Night Live, Dave Chapelle, se sorprendía al ver disturbios causados por blancos en las calles de Portland, Oregón. «Amateurs» decía, y es que no es nada común la situación que se está viviendo.
La elección de Trump como presidente no solo repercute en los índices bursátiles o en las cabeceras de los periódicos. Hoy hablaba con Julia Claybourne, compañera de trabajo, una madre de familia, con 4 hijos entre los 7 y 17 años que me explicaba la charla que había tenido con sus hijos antes de coger el autobús al Colegio. «No entréis en ninguna discusión, felicitar a aquellos que han ganado y cuidar los unos de los otros». Parece mentira, pero incluso en el ámbito de un colegio de secundaria, en Highland Park, un suburbio bien de Chicago, ha cundido el pánico. Ese día los niños tuvieron psicólogos en el aula para ayudar a los alumnos a resolver sus conflictos internos y tratar de consolar a esa niña que sabe que sus padres son ilegales y se siente ahora señalada.
Mientras los demócratas tienen el brazo morado de tanto pellizco, los seguidores de Trump, «el movimiento», como a él le gusta llamarlo, están crecidos. Al ser preguntado por la veterana periodista Lesley Stahl sobre sus esperanzas de victoria la noche del mismo martes, el ahora presidente repitió aquella frase que tanto le gusta, «there»s something going on», refiriéndose a su último mitin electoral donde convocó a 31.000 personas, un lunes a media noche en el estado de Wisconsin, feudo demócrata donde Hillary no puso un pie desde las primarias. «No tenía pinta de un segundo puesto», sospechaba él. Y así fue. Los republicanos de toda la vida o los recién conversos sacan ahora pecho y se sacuden el polvo que llevan tragando durante meses, en una campaña mediática contra su candidato sin precedentes en la historia. Algunos de ellos llevándolo hasta el extremo, luciendo banderas confederadas, violando una Iglesia latina en Maryland bajo el lema «Trump Nation: Whites Only» y otras muchas barbaridades, que incluyen esvásticas y demás parafernalia fascistoide.
En este clima social claramente dividido, surge la verdadera grandeza de los Estados Unidos: su sistema democrático. Barack Obama se reunió con Donald Trump dos días después de la elección para poner en marcha una transición pacífica; Hilary Clinton llamó a Donald Trump para felicitarte por su victoria y pronunció un discurso conciliador, pidiendo a todos sus seguidores que dieran una oportunidad al nuevo presidente, pues su triunfo es el triunfo de todos.
Y el futuro presidente pareció haber tenido una revelación la noche en la que fue elegido. Dicen los allí presentes que cuando cayó Pensilvania, Donald enmudeció, como si de repente el lobo reaccionario que vimos durante la campaña hubiera sentido el peso de 200 años de democracia sobre sus anchos hombros. Esperemos que la luna llena sobre Washington DC haya transformado en hombre a Donald Trump.