Jocelyn es un nombre ficticio pero su historia no lo es. El suyo es el relato de una niña guatemalteca que viajó sola a la frontera de Estados Unidos con México. Sus padres, que trabajaban de forma ilegal en Estados Unidos, pagaron a unos ‘coyotes’ – o ‘polleros’, según la jerga – para que la llevaran a la frontera con la idea de reagruparse, pero la niña se quedó en el camino. Con sólo ocho años fue explotada sexualmente hasta que logró escapar y cruzó por fin la frontera a la altura de Río Grande. Su caso es dramático, pero al menos pudo contarlo. Otros niños como ella cayeron en manos de las mafias que trafican con órganos y perdieron la vida, aprovechados y vendidos por partes como carne de vacuno.
Los peligros de la travesía y la impunidad de las mafias son precisamente los argumentos de las autoridades norteamericanas para persuadir a los inmigrantes, a menudo desinformados por las organizaciones criminales, que crean en sus víctimas una ilusión de pase libre a los Estados Unidos aunque el viaje sea, en la mayoría de los casos, de ida y vuelta. De momento, la estrategia de las mafias está funcionando y Estados Unidos anunció recientemente que en los últimos ocho meses ha detenido en sus fronteras a 47.000 niños no acompañados procedentes de países centroamericanos, el doble de los interceptados en el período inmediatamente anterior. Según las estimaciones de los expertos la cifra podría llegar a los 70.000 al final de 2014, una auténtica avalancha que muchos ya califican de “emergencia humanitaria”.
Hace unos días había unos 1.200 menores centroamericanos hacinados en los albergues estadounidenses pero esta cifra ya se ha multiplicado por tres y no deja de crecer cada día, por lo que las autoridades no han sido capaces de asimilar la demanda de cuidados. La legislación norteamericana no permite las ‘devoluciones en caliente’ cuando el país de origen no comparte frontera con Estados Unidos, de modo que los centroamericanos son enviados a estos albergues mientras se estudia caso a caso su situación, que culmina casi siempre con un proceso de deportación, puesto que el asilo no está contemplado para estos casos.
Durante años, la inmigración procedente de México se saldaba con devoluciones inmediatas pero en el caso actual, los niños proceden de países como Honduras, Guatemala o El Salvador, por lo que la deportación se prolonga en el tiempo. Hace pocos días, una reportera de Telemundo describía uno de estos albergues como una especie de correccional, cercado con alambre de espino y dispuesto en barracones con colchonetas tiradas en el suelo y sin almohadas, sin embargo para estos niños, la llegada a EEUU supone el final de un viaje lleno de penurias y aunque haya cierto hacinamiento, allí al menos son tratados con dignidad.
No obstante, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha recibido denuncias sobre los abusos que sufren los niños durante su detención, incluyendo un acceso insuficiente a la comida y el agua, condiciones higiénicas insalubres, falta de mantas, colchones y ropa de cama limpia, además de más de cien denuncias de abuso físico, verbal e incluso sexual por parte de los agentes hacia los niños. Aunque paralelamente también se sabe que ante la falta de medios, muchos de los cuidadores de los albergues traen ropa y juguetes de sus propias casas para paliar la falta de medios ante esta inesperada avalancha de llegadas.
¿Por qué viajar?
La estampa de niños de 7 y 8 años recorriendo casi 2.000 kilómetros de forma clandestina, encaramados al techo de un tren – las mulas de hierro, les llaman – al cuidado de los ‘coyotes’ del crimen organizado que los violan sin excepción si son niñas y les fuerzan a delinquir para pagar el viaje si son niños, obliga a preguntarse cuál es la motivación del viaje, qué es lo que impulsa a estos jóvenes a tomar tantos riesgos, qué recompensa esperan para embarcarse en un drama semejante. Según el estudio de ACNUR, cuyas conclusiones son válidas para todos los países de América Central, la primera motivación para emprender un viaje semejante es la violencia que hay en la sociedad. “Muchos de estos niños han sido captados por las maras y quieren alejarse de ellas para salvar sus vidas. Pero si la vida dentro de una mara es peligrosa, salirse de ella lo es mucho más, de ahí que los jóvenes tengan que marcharse de sus países para evitar represalias”, explica el oficial de comunicación de Unicef Honduras, Héctor Espinal.
El segundo motivo es la violencia de su entorno, en la escuela, en el barrio e incluso en su propia familia, donde muchos de estos niños son objeto de abusos. La tercera gran causa es la pobreza. “Cerca de 850.000 jóvenes hondureños no estudian ni trabajan y en esas condiciones son presa fácil para el reclutamiento de grupos ilícitos”, explica Héctor Espinal. Una cuarta causa es la reagrupación familiar. En estos casos, los padres se encuentran ya trabajando en Estados Unidos y pretenden reunirse con sus hijos. Sin embargo, como su situación es ilegal no pueden recurrir al reagrupamiento a través de las instituciones y tienen que echar mano de las mafias. Cuando la familia tiene suficiente dinero para costearlo, las mafias pueden ofrecer un servicio ‘de puerta a puerta’, aunque en la mayoría de los casos se trata de familias muy humildes que no mantienen el control de la transacción y en ocasiones se ven obligadas a pagar en dos y hasta tres ocasiones por un servicio que ni siquiera ven completado.
Otra de las razones tiene que ver con la expectativa de una vida mejor a través de una idealización de la sociedad norteamericana, azuzada por las propias mafias que minimizan los riesgos y presentan una imagen de facilidad de entrada. La última de las razones es la pertenencia al crimen organizado, que muchas veces emplea niños para el contrabando y el crimen trasfronterizo a través de pequeñas células que transitan clandestinamente a ambos lados de la frontera. Este último caso se da especialmente entre los niños mexicanos (32%). Las conclusiones del informe ACNUR es que el 58% de los ‘niños migrantes’ fueron forzados a desplazarse y se hallan en una situación de necesidad de protección internacional.
Las rutas de la muerte
Subidos a los techos de los trenes o en algunos casos también en autobús, los niños recorren un camino lleno de peligros que puede prolongarse entre uno y tres meses. Los precios del trayecto oscilan entre los 3.000 y los 7.000 dólares, a veces más. En todo caso, se trata de cantidades astronómicas para los niños, incluso aunque tengan a sus familias detrás. Con la esperanza de dar a sus hijos un futuro mejor, muchas familias se hipotecan durante años para pagar unos viajes que casi siempre son de ida y vuelta y que a veces, ni siquiera se acercan a la frontera. “Un niño solo que se vea en la necesidad de viajar y no cuente con el respaldo de su familia es aún una presa más vulnerable para las mafias. En estos casos, el niño debe ir reuniendo el dinero en base a los delitos que van cometiendo: prostitución, secuestro, robos… Así va acumulando el dinero, aunque muchos de ellos ni siquiera logran la cantidad necesaria y pierden la vida antes”, explica el oficial de Comunicación de Unicef Honduras.
Desnutridos, expuestos al sol y a la deshidratación o a quedarse dormidos y caerse del tren en marcha, muchos de los niños no terminarán el trayecto. La ruta más habitual discurre por la cara Atlántica de México, aunque no va pegada a la costa salvo en el trayecto de Chiapas a Veracruz. Desde allí se mete un poco hacia el interior para ascender hacia Monterrey y Nuevo León. Esta es la ruta más directa, aunque también es la más peligrosa y algunas bandas se atreven incluso a parar el tren para asaltar a los ocupantes. El tren no es otro que ‘la bestia’, el tren de la muerte para los inmigrantes latinoamericanos, que cruza México de sur a norte. Algunos prueban con la ruta del Pacífico, mucho más larga pero también más segura. Por la ruta del Pacífico los migrantes no suelen perder la vida, aunque les obligan a hacer de mulas para los cárteles de la droga y pueden terminar con una larga condena.
La solución, en los países de origen
La solución de este problema pasa por resolver las causas inmediatas que impulsan a los niños a marcharse. “En primer lugar, contrarrestar el mensaje que los coyotes vierten sobre las familias de que pueden entrar en Estados Unidos fácilmente y regularizar su situación. Hay que decirles que no ha habido ningún tipo de reforma migratoria que exonere a los niños en situación irregular y que no les presten atención a los coyotes. En segundo lugar, hay que fortalecer las capacidades de los países de origen cuando el proceso de deportación comienza, para que el proceso de retorno, recepción y reunificación familiar se lleve a cabo respetando el interés superior del niño. Y por último y probablemente el factor más importante, que los programas para reducir los niveles de violencia e inseguridad, que tienen un efecto poderoso en la expulsión de los menores de sus países, prevea también la construcción de comunidades más influyentes y familias más fuertes y unificadas para que los niños puedan tener una alternativa a la emigración, pudiendo quedarse y desarrollarse como personas en sus propios países”, explica Gordon Jonathan Lewis, representante de Unicef en El Salvador.