Adiós, menosprecio
En su libro »El desafío del amor», Alex y Stephen Kendrick describen dos habitaciones. La primera es la habitación del reconocimiento. Allí van a parar todas las cosas positivas que descubrimos en la persona amada: cualidades, detalles de cariño, esfuerzos de mejora… Cuanto más tiempo pasamos en esta habitación, más crece el aprecio mutuo.
La segunda habitación es la del menosprecio, donde uno levanta siempre a solas cuatro paredes sucias de tristeza. ¿Y qué guardamos allí? ¡Puaj, cosas feas! Desilusiones, desencantos, expectativas sin cumplir… Es la añoranza de una vida diferente, porque la nuestra nos parece demasiado gris. Y así, claro, no hay manera de apreciar lo que hacen por nosotros. Es que ni lo vemos venir.
Dicen los Kendrick: “Es hora de que pases a la habitación del reconocimiento, de que te instales en ella y la transformes en tu hogar”. No sé a vosotros, pero a mí el consejo me mola bastante. Valorar y agradecer más, ¿no es el comienzo de la reconquista, la mecha que prende fuego a nuestra relación de amor?
Comunicarse más, comunicarse mejor
Una de las ventajas de Internet es que permite comunicarse a saco en un plis plas. Desde el teclado de mi ordenador o de mi móvil, puedo anunciar una noticia a mis amigos, organizar una quedada o compartir algo que me ha gustado. Facebook, Twitter, Pinterest, el correo electrónico, los blogs… son herramientas pelotudamente diseñadas para facilitar la comunicación con el mayor número posible de gente. En muy poco tiempo, conseguimos mucho. Guay.
Como cualquier gurú del marketing, Seth Godin celebra esta fiesta de la comunicación masiva. Pero también señala algunas pegas. A diferencia de una llamada telefónica, en general este tipo de comunicación favorece la cantidad de mensajes pero perjudica la calidad de las conversaciones: llegamos a más gente, pero llegamos menos a su intimidad. Además, la comunicación masiva –la del correo en copia, por ejemplo– suele ir unida a lo que se conoce como comunicación asincrónica: esa en la que hay una falta de coincidencia temporal en los hechos… Porque tú me has contado algo vía mail y, cuando por fin me siento a responderte, ya han llovido tantas cosas dentro de ti.
Un amigo le propuso a su novia instaurar el Día de la Comunicación: al menos una vez al mes, en una fecha exacta establecida de antemano, se sentarían para charlar con calma sobre lo que iba bien y lo que podría ir mejor entre los dos. El Día de la Comunicación serviría de cortaprisas en mitad de la vorágine… La idea fue desechada, pues ella –más sensata– alegó que el flujo de la comunicación debía ser continuo. Y es verdad. Pero al menos la disparatada propuesta –fuente de complicidad y de bromas entre los dos– sirvió a la pareja para recordar la necesidad de comunicarse más y mejor.
PD.: Habría que ir pensando en levantar un monumento al inventor del WhatsApp. Nunca antes había sido tan sencillo conectar con la persona amada para marcarse un “te quiero” o preguntar “¿qué tal?”… En línea y a lo loco.
¿Declararse en huelga de amor?
Hay huelgas de trabajo, huelgas de transportes, huelgas de hambre… Pero no hay huelgas de amor. Normal. Sería como renunciar al aire. Sin embargo, en nuestro día a día, es probable que las huelgas de amor sean más frecuentes de lo que pensamos. Quizá sin proponérnoslo, nos ponemos de uñas y quisquillosos.
A veces los nervios se disparan sin querer. Lo malo es cuando pillamos carril y nos instalamos conscientemente en el derecho al “tú me haces un guiño y yo te meto el dedo en el ojo”. Y ponemos morritos. Y nos creemos el rey o la reina del mambo. Buah, ¡qué rollo! Y, sobre todo, ¡qué mal lo pasamos y qué mal lo hacemos pasar a los demás!
Aquí se me ocurre una imagen liberadora. Es de una película, pero yo la vi en un libro que no encuentro. Ya. Un lío… El protagonista vive anclado en su tragedia. La realidad es un gran lamento, porque él sólo ve resquemores: los que le arrojan, deformados, los espejos de su autocompasión. Pero un día este hombre se enamora. Y empieza a amar. Y los espejos se transforman en ventanas… ¿Declararse en huelga de amor? ¡Qué cosa más extraña!
¡Es que no me escuchas!
Cuenta Lolly Daskal que los miembros de las tribus del norte de KwaZulu Natal, una provincia de Sudáfrica, se saludan con la expresión “Sawu bona”. Como se puede ver por la disposición de las letras –parece ser que la w es clave–, esta frase es mucho más profunda que el escueto “hola” español. Literalmente significa: “Te veo”.
A este saludo tan cortés, lo propio es contestar con un “Sikhona”; o sea, “estoy aquí”. Tomada en su conjunto, explica Daskal, la secuencia se carga de sentido. “Hasta que no me ves, no existo”. O dicho en plan positivo: “Cuando me ves, me traes a la existencia”.
No hace falta ser un adicto al WhatsApp para haber oído alguna vez la siempre embarazosa pregunta: “¿Me estás escuchando?”. “Eeeeh, sí, claro que sí”. Y empiezan a brotar las ideas y los sudores fríos y cuatro datos mal hilvanados. Y casi nunca cuela. Pero el cariño hace la vista gorda. Y, a cambio, uno se enmienda y vuelve a poner toda la carne en la conversación.
Una forma de dar calidad a nuestra presencia –como proponen algunos autores– es recordar y ejercitarnos en los saludos de las tribus de KwaZulu Natal. Te veo. Te escucho. Eres importante para mí. Como también son importantes las cosas que te pasan y que me cuentas. Pero si me distraigo… Compréndelo. Soy muy torpe con tus miradas.
Hombres en las tareas domésticas
Algunos hombres se quejan de que cuando, por fin, se ponen a ayudar en las tareas domésticas a menudo reciben un chorreo. Porque no limpian bien las motas de polvo que, por lo que sea, ellos nunca descubren. Porque preguntan demasiado. Porque les da por ordenar –cambiar de sitio– lo que ya estaba ordenado…
Gary y Ann acaban de emprender un zafarrancho de limpieza en casa. A Gary siempre se le ha dado mal esta parte del reparto doméstico. En realidad, es bastante torpe. Muuuy torpe. Ann le asigna la tarea de limpiar una delicadísima lámpara. Gary se remanga. —“¡Ya está! ¡A otra cosa!”, afirma triunfante. Pero Gary no ha detectado que la lamparita podía desplegarse y que, por tanto, todavía admitía un grado más profundo de limpieza. Gary, macho, la has pifiao.
Ah, no. Esta vez Ann no piensa inmutarse. Ni un solo reproche. Ann está dispuesta a enseñar a Gary todos y cada uno de los misterios más recónditos de la lámpara para que, la próxima vez, el hombre lo borde. Se acabaron los “¡trae, dame, ya lo hago yo!”. No. Lo hará él. Con mucho gusto, claro que sí. Bastarán unas pequeñas dosis de paciencia de Ann para que Gary pille el truco.
La música callada
Yo no sé cómo serían los veranos de San Juan de la Cruz. Pero su ‘Cántico espiritual’ nos da una pista pelotuda para el nuestro. Habla la Esposa: “La noche sosegada, / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora”.
Y más adelante, añade el Esposo: “Entrádose ha la Esposa / en el ameno huerto deseado, / y a su sabor reposa, / el cuello reclinado / sobre los dulces brazos del Amado”.
La música callada… Esas horas de verano en que la intimidad se expande y fluye por encima de las ocupaciones diarias. Horas de abrir el alma, de compartir lo que llevamos dentro y que quizá durante el año no hemos tenido tiempo de hablar con calma. Horas de mirarse a los ojos con cariño, sin el agobio permanente de los ‘smartphones’ roba-miradas. Horas de volver a deleitarse, a relajar los músculos, a sonreír con ilusión.
La sabiduría del boxeador
¡Pero qué a gusto se habrán quedado los Reyes Magos! ¡Y venga a hacer regalos y regalos a espuertas! A algunos de sus pajes los vimos correr por la calle el 3 de enero. Y el 4. ¡Y el mismísimo día 5! Porque faltaba completar algún detalle. Y hubo que recurrir a la imaginación exprés… ¡Mae mía!
Pero sus Majestades se portaron. ¡Hala! Si es por dar alegrías, aquí nadie se apea del camello. “¡Mira, por ahí vienen los pajes! A lo mejor llegamos un poco tarde. Pero, ¿sabes?, Melchor, mejor así. Que hasta los rezagados tengan la oportunidad de ser generosos. Oye, que a todos nos viene de perlas regalar nuestro tiempo”.
Que sí, hombre. Que si no, luego vienen los pedaleos mentales. Que si soy feliz. Que si no lo soy. Que si me quieren tanto como merezco. Que si, en una escala de 0 a 10, me miman 28… Y, al final, de tantas vueltas a la manzanita de la cabeza, uno termina con cara de gamusino friki.
Claro que todo esto es matizable. Que la dinámica ideal es “amar y ser amados”. Pero si nos metemos en el cansino rollo “yo-mi-me-conmigo”, aviados vamos. Ni amaremos ni nos haremos amables. “Pon amor y sacarás amor”, aconsejó San Juan de la Cruz. Y varios siglos después, un boxeador anónimo corroboró: “Es mejor dar que recibir”.
La varita mágica del “quizá”
En un vagón de tren, dos o tres niños juegan de forma intolerable ante la pasividad de su padre. Un pasajero empieza a incinerarse. Como en el chiste del gato. Y explota, claro. “¡Qué vergüenza! ¿No se da cuenta de que sus hijos nos molestan a todos? ¿Pero qué clase de padre es usted?”. Respuesta del padre, que va (que iba) completamente absorto: “Le pido mil disculpas, caballero. Ahora mismo hablo con los chicos. Venimos del entierro de mi mujer”.
Pues sí, querido Watson, a veces nos pasamos tres pueblos. De los niños jugando saltamos al “¿qué clase de padre es usted?”. Enmienda a la totalidad. “Henry actúa siempre para la galería”. “Margaret es muy lista y, lo peor, es que lo sabe”. “Robert da limosna para sentirse bien consigo mismo”. ¡Vaya! ¿Y yo qué sé si Robert da limosna para sentirse bien consigo mismo o quizá, tal vez, a lo mejor, sencillamente lo hace porque le da la Real Gana de ayudar a los demás?
A los juicios sumarísimos e injustos (un vistazo y te condeno), podemos oponer la varita mágica del “quizá”. Con más motivo si se trata de un ser querido. Quizá está a la que salta porque lleva una temporada de estrés acumulado. Quizá hace estas cosas porque no sabe que me molestan; tendremos que sentarnos a hablar con calma. Quizá hace estas otras porque, aunque ya hemos hablado con calma unas 47 veces, se ve que tenemos sensibilidades distintas… La varita mágica del “quizá” es la mirada comprensiva de quien se niega a ver en el banquillo, y sin derecho a réplica, a las personas con quien más queremos.
Mediando un sábado noche
Pedazo de sábado se montó el otro día un amigo. Sin comerlo ni beberlo, se vio de pronto envuelto en el papel de mediador entre una pareja de novios. Ufffff.
Los tres se sientan en un bar. La novia, a un lado; el novio, a otro; y en medio, el mediador, claro.
Cruce de reproches y acusaciones mutuas. Primer asalto. “Porque yo siempre voy a los restaurantes que tú quieres, porque yo siempre tengo que ceder, porque yo siempre voy al cine cuando a ti te apetece, porque yo…”.
No hay segundo asalto porque los dos –los tres– están exhaustos. Mi amigo, que va por la tercera caña y no ha dicho ni mu, dice lo que piensa. Por ayudar. Total… “No sé. Me faltan datos. Pero hoy he oído muchos yoes y ningún nosotros”.
Ya. Pues eso. Que si nos trae la cuenta.
Meter el corazón en boxes
Los usuarios de Twitter se enfrentan a menudo a una pregunta escueta y filosófica: “¿Qué está pasando?”. Ahí es nada. Y entonces llegas tú, tomas el pulso al mundo, y en 140 caracteres tienes que darlo todo. Pero ¿qué está pasando exactamente dónde y cuándo? Eh, eh, Twitter… Perdón. Prosigamos.
El corazón es como el timeline; una aventura trepidante de arrebatos-sorpresas-emociones-golpes de humor-amor… Y, como la vida es bella, las atracciones pueden florecer. Y el corazón, no sé, a veces se pone caprichoso. Y se acelera. Y pide demasiado.
Por eso viene bien sentarse a la vera de doña Calma y doña Sosiego (la expresión es de mi amigo Hervé); tomarse un té con ellas; y preguntarse: ¿Cuáles son los trending topics de mi corazón? ¿Son compatibles los temas del momento con mi proyecto de vida a largo plazo?
Y doña Calma y doña Sosiego, que se las saben todas, salen en nuestra ayuda: “¿Trending qué? Mira, niño, tú lo que necesitas es aparcar las prisas; reposar la cabeza y meter el corazón en boxes… Bebe té. Serena-té. Maneja el volan-té. Que los sentimientos de atracción no son la última palabra”.
Necesitamos un 15-M del amor
Ya sé que no está el horno para bollos. El movimiento 15-M suscita opiniones controvertidas. Ni me meto. Los analistas políticos -y, sobre todo, el tiempo- sabrán distinguir el grano de la paja.
Y ahora vamos a imaginar que hicéramos un 15-M del amor. Vale que suena cursi. Pero motivos hay para liarla.
Las relaciones amorosas están que arden. Hervimos. Y, a veces, nos la pegamos bien pegada. O nos la pegan. Peor. Maldita confusión que nos lleva a tropezar, una y otra vez, en los mismos errores.
Un 15-M del amor. O sea, una revolución del corazón. Cada cual la suya, se entiende. Como la que propone Susanna Tamaro en su libro Más fuego, más viento. Trabajar sobre el corazón y las entrañas para que nazca un sentimiento de asombro y de atención.
Asombro y atención para estar más sensibles a lo que recibimos de los demás.
Palabras duraderas y estables
A veces, en el Metro, pasan cosas muy serias. Por ejemplo: una conversación entre una adolescente y su abuelo. La nieta habla sin parar. Y el abuelo escucha. No hay charletas ni discursos redondos. Pero de vez en cuando el abuelo deja caer alguna sugerencia, alguna pista que ayude a su nieta a orientarse y comprender mejor que está pasando dentro de esa tuneladora llamada corazón.
¿Entendería el abuelo todas y cada una de las palabras de su nieta? ¿Sabría, por ejemplo, qué es el Tuenti o qué son los WhatsApp? Pues quizá no. Pero ¿importa demasiado? El amor esencial siempre retiene las palabras esenciales; las otras –las de la jerga propia de cada generación– dicen pero no dicen tanto.
Hay palabras que no pasan de moda. En esto, es posible que jóvenes y viejos nos parezcamos bastante. En su libro All There Is, Dave Isay reúne una colección de historias de amor. Uno de los protagonistas recoge seis frases cariñosas que ha aprendido a decir a través de muchos años de matrimonio: “Estás muy guapa”. “¿Necesitas ayuda?”. “Esta noche te invito a cenar fuera”. “Estaba equivocado”. “Perdóname”. “Te quiero”.
Para qué sirven los músculos
Hace un par de años leí a un columnista que fustigaba la moda del footing veraniego. El hombre estaba sofocadísimo. El empeño por estar en forma respondía, a su juicio, a un desmedido culto al cuerpo. Supongo que ahora estará trinando con el spinning y el pilates.
Este verano he conocido a un anciano sabio. Su visión de la jugada era muy diferente a la del columnista chamuscado. Él celebraba que la gente se pusiera cachas… y lo consideraba una buena inversión familiar. Aparte de la tensión que uno libera al hacer deporte, citó una razón definitiva a favor de cultivar los músculos. Un hombre en forma, me dijo, está en mejores condiciones de llevar en volandas a su mujer: alzada en brazos, ¿cómo no va a sentirse princesa y heroína de un reino de amor?
Entre la visión del columnista y la del anciano hay un trecho. La teoría de los músculos del segundo expresa una mirada amable sobre la realidad. El comienzo de curso es un buen momento para ensayar esa mirada que trae oxígeno antes que reproches. Una mirada que, en lugar de centrarse exclusivamente en los asuntos familiares que no van, elige apreciar más los que marchan viento en popa.
Romanticismo hard
¿Qué es lo que hace funcionar a las pelis románticas? A falta de un oráculo, ahí va una hipótesis provisional: en general, las tramas se construyen sobre el sentimiento de añoranza de un personaje (me estoy perdiendo algo) y sobre el encuentro con alguien que puede colmar ese vacío. La dura realidad de las expectativas incumplidas se sustituye así por la promesa de un futuro amoroso mejor.
El romanticismo a lo loco funciona bien en las pantallas. Pero la realidad es más compleja. La fantasía es zalamera como ella sola: te baila el agua. Y luego, por la espalda, te mata de sed. Por eso, cada vez valoro más el otro romanticismo: el que se bate el cobre en lo de cada día; el que me encuentro encarnado en la gente con la que me cruzo por la vida.
Mr. Warren (nombre ficticio) claramente se ha equivocado de postre. En un momento de despiste, sin que se note, Mrs. Warren deja parte de su tarta en el plato de su marido. Cuando éste procede a gestionar su mala elección… ¡sorpresa! Y entonces vienen las miradas cómplices entre los Warren, tras más de 15 años de matrimonio, varios hijos y un pequeño detalle en los postres. Y un notario fisgón levanta acta. Romanticismo hard. Existe. Es real. Yeah.
Te borro del FacebooK
Por lo visto, los motivos por los que a uno le pueden borrar de Facebook son variadísimos. Desde el “no me interesa el bocata-calamares que te pimplas cada mañana a la doce” hasta el más dramático “me entero por tu FB de que ayer organizaste una quedada, ejem…”. Mordor City. Imposible escapar del ojo de Sauron.
Mola tener muchos “amigos” en Facebook; “seguidores” en Twitter; o –ahí va la piedra contra el propio tejado– lectores si uno escribe. A ver, que a nadie amarga un dulce. Pero intuyo que la delgada línea roja de la felicidad, o al menos una de ellas, es la que roza la diferencia entre ser admirado o –muchísimo mejor– ser francamente amado.
Y ahora pienso en Pilar, amable administrativa, que ni tiene Facebook, ni Twitter, ni escribe una columna en un diario. Y llega cada día del curro a su casa y ahí, entre pitos y flautas, su marido y sus hijos la agasajan con la ternura abierta. Unos pocos seguidores verdaderos. Aquellos a los que vale la pena cuidar y dedicar más tiempo.