Podemos representarnos el rencor como un naufragio. El barco que se hunde es la paz interior, que se va a pique. Perdido entre sus pensamientos, muerto de frío, el náufrago traga y escupe y vuelve a tragar toneladas de agua y mala leche. Son los agravios, reales o imaginados, que llegan hasta el borde de la boca del náufrago.
Al oleaje de fuera acompaña una corriente negra, retorcida, que crece en el interior del náufrago. Es una voz salvaje que reclama venganza. Es una ola brutal. Hunde sus ojos en espesa sangre y no le deja ver: “No / veo más que sangre, / siempre / sangre…” (Blas de Otero). Pero la claridad perdida se transforma pronto en cuenta de resultados; al náufrago se le da muy bien llevar la cuenta exacta de todas las afrentas. “Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir; / y las contase, y las volviese a contar…” (Luis Rosales).
Frente a la rastrera cuenta del náufrago metódico, cabe oponer la desenfadada actitud del protagonista de un relato de Robert Walser: “Llevaba el cabello revuelto y a menudo entraba en los locales más renombrados sin haberse lavado; no lo hacía por pobreza, sino por vanidad. Sus adversarios lo desenmascaraban fácilmente, pero el niño no tenía ningún enemigo interior y por eso los soportaba a todos sin esfuerzo”.