Be water, my friend
¿Te acuerdas del famoso anuncio de Bruce Lee? Bueno, era de BMW. Pero los que no pudimos comprarnos el coche, nos acordamos sobre todo del filósofo-actor: “Vacía tu mente. Libérate de las formas. Como el agua. Pon agua en una botella y será la botella. Ponla en una tetera y será la tetera. El agua puede fluir… o puede golpear. Sé agua, amigo”.
Es difícil ceder en el fuego cruzado de una discusión familiar. Si ya somos rigiditos con nuestros puntos de vista en condiciones normales, la cosa puede empeorar en el fragor de la batalla. ¡¿Qué yo tengo que cambiar en esto o en aquello?! ¡¡¿Yo?!!
Y es probable que el principio Bruce Lee –el de la flexibilidad de mente– nos supere en plena discusión doméstica. Ni agua ni leche. Pero podemos recurrir a él más tarde. ¿Qué es lo esencial de lo que me han querido transmitir? Se trata de olvidar las frases excesivas y aisladas (las que se dicen en los Momentos Ira de Titanes) y de analizar, en cambio, el mensaje de fondo; la crítica valiosa o la demanda que exige de nosotros una respuesta positiva. Para no quedarnos anquilosados en unos puntos de vista y unas formas de ser que hasta a nosotros nos aburren.
Échale teatro
Pues sí. A veces hay que echarle teatro a la vida. Acercarse al espejo sin miramientos. Bajar la guardia. Y espetarle a tu alter ego: “Menuda temporadita llevas, majo. Se te está poniendo cara de perro”… ¡Y no pasa nada!
No pasa nada, porque nuestra familia es nuestra familia. Para lo bueno y para lo malo. Y si uno está un poco más rayado de lo habitual, seguro que nos comprenden. — “Mamá, ¿qué le pasa a papá?”. — “Nada, cielo. Es que lleva unos días muy duros en el trabajo”. Ya se sabe: donde hay cariño, no manda marinero. Por muy machote que uno se ponga.
La familia suple. Guay. Pero tampoco se puede abusar de la cara de perro. Que dificultades las tenemos todos. Echarle teatro a la vida es ponerse en el papel de Guido (Roberto Benigni) en La vida es bella. Un tío hasta arriba de problemas… ¡y venga a ingeniárselas y a montar numeritos para hacer la vida más amable a los demás!
Esto no sale a la primera, claro. Pero elegir esta actitud, aunque sea como ideal al que aproximarnos poco a poco, siempre es más saludable que una descarga de ladridos a destiempo.
Efecto muelle
Es muy fácil saltar. Lo tengo comprobado. Porque, de pronto, el bus decide –así, por las buenas– pisar ese charquito de tres metros que tiene justo enfrente de tus zapatos negros… ¡Más majo!
O porque el día D –día de desembarcos y naufragios en tus tripas– se te olvida el tupperware de arroz blanco, jamón york y manzana astringentes. O porque te convocan a una Junta General de Accionistas y alguien decide que es preferible que te sientas invisible. Grrrrr.
Y entonces viene el cante jondo, el numerito en casa. Por una tontería, ¡zas!, saltamos. Cual muelle picadito y rebotado. ¡Y qué desproporción! Y puede que en la cama, un poco abochornados, llegue la gran pregunta: ¿Por qué nuestra familia debe pagar el pato? Why?
Mejor que inviten otros. O que la mala suerte se los lleve crudos: el pato, los zapatos, el tupperware, la Junta… Que a mí, plim. Ah, los saltos que no damos en casa. Mansa inversión para la paz doméstica.
El arte de pedir perdón
“Toda desventaja tiene su ventaja” (Johan Cruyff). “La experiencia consiste en acumular preguntas” (Juanma Lillo). “El talento depende de la inspiración, pero el esfuerzo depende de cada uno” (Pep Guardiola). Poco a poco, los entrenadores de fútbol nos van dejando una guía de supervivencia afectiva. El último en sumarse a la lista de autores ha sido Mou. Para el técnico del Real Madrid, su equipo está en buena racha porque juega “con motivación, control emocional y paciencia”.
Un hogar es como un campo de fútbol. Hay carreras. Hay nervios. Hay pasiones. Normal. Hace falta carácter para sacar adelante a la camada. Y es lógico que a veces haya broncas y salidas de tono. Pero pasan las horas y nos arrepentimos. Nos gustaría pedir perdón. Lo que ocurre es que a veces no es tan fácil. Y un pequeño disgusto se hace bola.
Pedir perdón es un arte. Requiere paciencia; sabiduría para medir los tiempos y no incinerar al personal en plena barbacoa. Control emocional es estar dispuesto a recibir lo que venga; se planta la semilla, pero la tierra podrá acogerla o no en ese momento. Facilitaremos las cosas si nuestros perdones son limpios; o sea, sin trampas. “Perdona por lo de ayer, pero es que tú…”. Si nos molestó algo, lo hablamos. Claro que sí. Pero pedir perdón es un acto distinto. Y, por eso, va en una conversación distinta.
Motivación. En la familia, las razones frías y cerebrales sirven de poco. Hombre, si fuera mi contrato de trabajo, ya me encargaría yo de sacar todo mi arsenal de derechos para exigir lo que me corresponde según la última coma de la última letra de la ley. Pero en la vida familiar jugamos en otra liga; ahí nos movemos en el terreno de la locura del amor. Te pido perdón porque me importas.
Enredadores natos
Como Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (1938), algunas personas tienen la rara habilidad de complicarte la vida y, a la vez, de ganarte para su causa. Lo primero es sencillo. Lo meritorio es lograr que el enredo te lo tomes a bien. “Te dije que no llamaras por tu cuenta”. —“Ya, pero es que…”. Y van, y te desarman.
No hablo de manipulación. Es otra cosa: una especie de encanto que comparten con los más pequeños. A veces, despistados; otras, olvidadizos. En general, inseguros con los inventos tecnológicos… Y te la van liando y liando… Y tú les adviertes: “Ojo, que no te cuelen un gol en el contrato del móvil”. Y es lo mismo. Porque, en efecto, el gol llega. De penalti. Y por la escuadra.
Son los abuelos, enredadores natos del cariño. Primero te la montan… y luego la desmontan. Con la misma facilidad con que se enfrentan a las cosas importantes de la vida. Las otras –las de los botoncitos y el software– las confían a las buenas artes de sus hijos y de sus nietos. Y así es mejor. Así pueden centrarse en quererse y querernos. Y mientras, a nosotros nos van dejando una factura de gratitud que, en algún momento, alguien extraviará.
Hermanos que se cubren las espaldas
Pongamos que se llaman Juanito, Jaimito y Jorgito. A Jaimito se le ha caído un diente. —“Mamá, lo guardo yo, ¿vale?”. Es el tesoro, su tesoro… —“No, porque lo pierdes”. —“Que nooo, de verdaaad. Sólo un raaato”. Muestra ciega de confianza materna. A los pocos minutos, Jaimito se acerca compungido a su madre. Parece ser que el diente se ha volatilizado… Sí, se confirma. Oh, oh, aquí se va a liar. Y entonces es cuando Jorgito y Juanito entran en acción.
—“A ver, Jaimito, ¿qué has hecho con el diente?”. —“Pues, no sé… Yo estaba en ese cubo…”. —“¡¡Rápido, al cubo!!”. Jorgito y Juanito se zambullen en un cubo lleno de balones, camisetas, zapatillas de deporte… La singular gymkana no pasa desapercibida en la tienda. —“Ejem, chicos, ¿puedo ayudaros en algo?”. —“Gracias, señorita, buscamos el diente de nuestro hermano”. —“Ya. Pues… seguid, seguid”. Y de pronto: señoras y señores, damas y caballeros, ¡han cantado bingo! Habrá Ratoncito Pérez.
Ahora que los niños regresan victoriosos con el diente, la madre mantiene su posición: hace como que sigue disgustada. La performance cubo-diente ha sido un numerito. Pero en el fondo (y no tan en el fondo) está orgullosa de que Jorgito y Juanito hayan cerrado filas, desde el principio, en torno a Jaimito. Como en la serie Hermanos de sangre, la madre sabe que las cosas marchan en el combate de la vida si los hermanos se mantienen unidos. Si el sacrificio de unos por otros, la comprensión y el cariño montan la retaguardia protectora.
Las cosas que los padres nunca olvidan
Había una vez un país donde los niños nacían con ciencia infusa. Comprendían las señales del viento y de los pájaros, sus secretas palabras. Un día recibieron la visita de un estornino burlón. El muy aguafiestas les dijo que pronto olvidarían todo lo que sabían. —“¡No es posible!”, sollozaron los niños. Pero la amenaza se cumplió al pie de la letra. Plof.
La columnista del Boston Globe Joan Wickersham advierte que lo que ocurrió en ese país de cuento (el de Mary Poppins, en la versión de P.L. Travers) no es tan extraño: los niños crecen y se olvidan de su etapa de bebés. En cambio, los padres siempre recuerdan. No todo, claro. Pero sí lo suficiente. Los padres, dice Wickersham, son los guardianes de las primeras experiencias de sus hijos; algo que a los adolescentes les sonroja y a la vez les encanta.
Con nostalgia y orgullo, Wickersham describe cómo se siente en la graduación de su hijo de 18 años. Nostalgia porque en ese momento recuerda sus juegos de niño. Orgullo porque ve las posibilidades que su hijo tiene por delante. Entonces Wickersham se fija en las miradas embelesadas de los demás padres. Y se los imagina recordando la infancia de sus hijos. Y sentencia con la seguridad de quien sabe que no se equivoca: “Ninguno de nosotros vamos a olvidar, ni ahora ni mañana ni nunca, que hemos tenido un bebé”.
Los niños que jugaban con sus padres
He salido al balcón de mi casa a fumar un cigarro. En algún lugar del vecindario, comienza una partida de ping pong entre dos hermanos. Por sus voces, deduzco que no deben de tener más de 10 años. —“Yo juego con la pala mala”, dice el mayor. Y yo voy disparado a por mi libreta. Aquí hay noticia.
2-2. — “¡Muy bueno!”, anima el padre. 4-2. — “¡Toooma!” (el mayor). — “¡Qué no te hagas el chulo!” (el pequeño). — “Sssh, ¡a jugar!” (el padre). 6-3. — “Gana el que llegue a 11” (el mayor, claro). — “¡No! ¡A 21!” (el pequeño). Aparece la madre con un bebé. Y los críos se hacen un lío con el marcador. — “¡9-5!”. — “¡No! ¡9-6!”.
12-8. El hermano mayor ha cedido: la partida será a 21. A medida que avanza, se multiplican los discutibles y polémicos “¡fuera!”, “¡media!”… Mmmm, tramposillos. El padre tiene que hacer de árbitro. Y la madre se parte de risa. The End. El mayor ha perdido (o se ha dejado ganar). Y, ahora sí, exige el cambio de pala para afrontar la revancha.
En este rato delicioso en el balcón, me ha dado por pensar en la felicidad familiar; una mezcla explosiva de inocencia, cariño y dedicación de unos por otros.
Para que tus hijos se vayan de aventuras
Uno de los peores consejos que he recibido sobre la lectura –herencia de la época del miedo– dice así: “El mejor libro es el que no te hace daño”. Pues, hombre, no estoy de acuerdo. En mi opinión, el mejor libro es el aquel con el que te lo pasas bien y, además, aprendes algo relevante sobre la condición humana.
Lo que leemos en nuestra adolescencia marca –aunque no determina– nuestra manera de pensar y de sentir. Configura un estilo personal. Ya sé que es difícil que los chavales comprendan esto ahora. Pero los padres y los educadores pueden sugerir, recomendar, proponer, regalar, acompañar a la tienda… Con imaginación y paciencia.
¿Y qué vamos a sugerirles? Pues a mí se me ocurre empezar por descubrirles algunos tesoros que quizá tenemos olvidados. ¿Que los chavales de ahora son como montañas rusas? ¿Que se mueren de ganas por descubrir la vida loca? Perfecto. Démosles aventuras en vena.
¿Te acuerdas? Las minas del Rey Salomón; Robinson Crusoe; Ivanhoe; Capitanes valientes; Colmillo blanco; Crimen y castigo; La Ilíada; La Odisea; Las aventuras de Tom Sawyer; Moby Dick; Zalacaín el aventurero; David Copperfield; Un saco de canicas; El esbirro…
Adolescentes en busca de aventuras literarias. Ni me imagino la que pueden tramar. Que tiemble Troya.
Planes familiares: todo suma
Hay en Michigan (USA) un Museo de Productos Fallidos. Allí se conservan objetos que el mercado no supo apreciar. Esas pastillas refrescantes de sabor ecléctico y confuso; esas latas de sopa autocalentables que tenían la molesta costumbre de explotar en la cara de los consumidores; ese champú con un toque de yogur que no terminó de entusiasmar al público…
El Museo de Productos Fallidos es un canto a quienes se lo curraron y fracasaron de forma estrepitosa. Sí, sí, digámoslo claramente. Como cuando nosotros diseñamos, con toda la ilusión del mundo, un plan familiar y aquello es un auténtico fiasco. Porque no habíamos calculado bien las distancias o el tiempo o los estados de ánimo. Porque los niños estaban más llorones que de costumbre. O porque vete tú a saber qué cable se le cruzó esa mañana a Murphy.
Habría que inventar un Museo de Planes Familiares Fallidos. En sus baldas guardaríamos, para apreciarlas, las papillas volando por los aires; los “te dije que no era por ahí” y sus correspondientes “gracias, cielo; al final, conduciré en silencio”; los vasos medio llenos; los medio vacíos… Y en el centro del museo colocaríamos, radiante, la Estatua del Cariño. Porque eso es algo que, mira tú por dónde, siempre estuvo presente en los preparativos de los planes fallidos.
Poner voz a las miradas
Hacía tiempo que no veía a alguien tan duro como al Clint Eastwood de Por un puñado de dólares (1964). Mamma mia! Más que ojos, el tipo tiene bayonetas. Mira a saco. Por no hablar del esfuerzo sobrehumano que habrá tenido que hacer para lograr no sonreír en los 95 minutos que dura el western.
Me encantan casi todas las películas de Clint. Las de antes y las de ahora. Y él, ¡buah!, debo de estar entre sus fans número 1. Lo que no me gusta tanto son las miradas perdona-vidas que a veces se nos pueden colar en la convivencia familiar.
Frente a las miradas fulminantes, Juan Bárbara propone una “movilización de ojos serenos” que podría empezar en nuestros hogares. En su poemario La alegría, en singular, se escoge (1987), Bárbara se atreve a poner voz a algunas de esas miradas tranquilas:
Existes y me alegro.
Cometí el mismo error.
Gracias.
Te escucho.
Lo mejor tuyo, veo.
Nunca te agotaré del todo, tanto eres.
Y nosotros, si tuviéramos que elegir voz para nuestras miradas, ¿con cuál nos quedaríamos?
Retrato de un ‘gentleman’
Cuando salimos a cenar con matrimonios o parejas amigas a veces surgen discusiones de alto voltaje emocional. Lo que se presentaba como una agradable velada termina convirtiéndose en una travesía por un campo minado. —“Pues sí, pues sí, qué bueno está el vino”, media alguien. ¿Debemos renunciar entonces a nuestros puntos de vista para evitar un cruce de dagas voladoras? No necesariamente. Creo que muchas veces bastará con tratar de comportarse como el ‘gentleman’ que retrata el cardenal John Henry Newman en su libro ‘The Idea of a University’. Recojo algunos de sus rasgos:
“Su principal preocupación es que todos se encuentren a gusto y como en casa. Está pendiente de cada uno: es considerado con los tímidos; cortés con los distantes; y amable con los cargantes. (…) Evita sacar temas que puedan resultar inoportunos o molestos. Rara vez acapara las conversaciones y jamás resulta tedioso”.
“Se esfuerza por comprender los argumentos de quienes le llevan la contraria y trata de interpretar sus puntos de vista del modo más favorable posible. No es rastrero en las discusiones, no saca ventajas injustas de los puntos flacos, no lanza ataques personales, ni navajazos, ni indirectas cargadas de veneno”.
“Cuando discute, su razón disciplinada le preserva de soltar los exabruptos que escupen aquellas otras mentes quizá más preparadas pero faltas de educación. Éstas entran a saco a despellejar y a descuartizar en lugar de ofrecer cortes limpios; pierden de vista el argumento principal que se está discutiendo; gastan sus energías en trivialidades; demonizan al adversario; y dejan el problema peor de como lo encontraron”.
Rigor mortis
A menudo se asocia el fundamentalismo a visiones del mundo excesivamente rígidas, ya sea por motivos políticos, sociales o religiosos. Pero también existe –salvando las distancias– un minifundamentalismo cotidiano; esa visión que niega a los demás la esperanza del cambio… Resabios de la vida doméstica.
El fundamentalismo es una especie de ceguera que lleva a aferrarnos a las ideas propias, caiga quien caiga y nos den los datos que nos den. Vamos, que nos ponemos borricos. “Muchos de nosotros –dice el psicólogo Howard Gardner– somos fundamentalistas, porque hasta ahora nos ha funcionado”. Glup.
Vistas así las cosas, el fundamentalismo nos pilla más de cerca. Porque resulta que, a lo mejor, es cierto que a veces somos un poco rigor mortis. Nos conocemos al dedillo las manías de nuestros familiares. Anticipamos sus comentarios. Y estamos más pendientes del “ya sabía yo” que de los pequeños cambios para bien.
Pero siempre hay secretas alianzas que lo echan todo a rodar. Como cuando los niños se empeñan –porque sí– en hacer un dibujo-sorpresa a mamá y a papá. Y peor si es un postre. Horrible.
Soy tu fan número uno
En su libro ‘En defensa del fervor’, el poeta Adam Zagajewski cuenta el disgusto que le produjo la mortecina reacción de un puñado de ricachones ante un concierto maravilloso. “Las cuatro jóvenes tocaban a la perfección, pero los aplausos no fueron demasiado calurosos. (…) ¿Por qué aquel público adinerado no sabía valorar una excelente interpretación de Mozart? ¿Tal vez la opulencia nos haga menos propensos al entusiasmo? ¿Por qué a la interpretación fervorosa de Mozart no le siguió una recepción igualmente fervorosa por parte del público?”.
Tal vez no debamos cargar el muerto solamente a los ricos. Tal vez exista también una forma de opulencia muy de andar por casa: la que nos lleva a zamparnos las muestras de afecto sin darnos cuenta. Sumidos en lo cotidiano, nos olvidamos de lo extraordinario que es tener un hogar donde se nos quiere bien. Si el amor es un regalo inmerecido, ¿no habrá que agradecerlo?
El fervor que reivindica Zagajewski es un acto de adhesión a la belleza del mundo, un vuelco del espíritu. ¿Qué pasaría si trasladáramos ese entusiasmo vibrante a la vida doméstica? Demostrar aprecio por las buenas cualidades de los demás y agradecer los servicios que nos prestan: he ahí dos actitudes propias del fervor familiar.
Tiempo de valientes
Hay una brecha abierta entre lo que somos y lo que nos gustaría ser. La generosidad, la paciencia, el buen humor…, son quizá menos frecuentes en nuestras vidas de lo que deseamos. Aspiramos a ser la alegría de la casa… Y de pronto, ¡chas!, surge un disgusto no registrado por nuestra BlackBerry mental. ¡Pero si hoy me había propuesto ser amable y comprensivo! Ya, pero es que –por raro que parezca– los planes no siempre salen bien.
Cada familia libra sus batallas. Los padres son distintos. Los hijos son distintos. Los abuelos son distintos. Cada cual tiene que potenciar sus virtudes y limar sus defectos, para hacer más agradable la vida familiar a los demás. Y es cierto que, a veces, dan ganas de decir: “Seguid sin mí, muchachos. Que yo no puedo más. Que tiro la toalla. Que continúe con esto Rambo, Bourne o Pipi Calzaslargas”.
Límites, límites y más límites. Es la cantinela de la vida. ¿Y qué vamos a hacer? Pues recurrir a la épica. La forja de unos forja a los que vienen detrás. Sin esfuerzo, no hay familia. Importa, sobre todo, la capacidad de lucha a medida. El hermano ordenadito puede ser más tolerante con la hermana soñadora (existen). Y ésta, a su vez, puede tomar contacto de vez en cuando con el Planeta Tierra y recoger mejor el cuarto… Todos a una, codo a codo, cada cual en su frente de batalla.
Un buen regalo para tus hijos
Los niños flipan con los juguetes que ven en los escaparates, en los catálogos o en los anuncios, y los padres quieren hacer felices a sus hijos. Pero entonces surge la duda eterna: si yo le compro este juguete a mi hijo, ¿lo disfrutará de verdad o acabará, en menos que cante un gallo, olvidado en un rincón? Lisa Guernsey ofrece una pista en la revista ‘Time’ para despejar la incógnita: cuando se trata de niños pequeños, el éxito de un regalo no depende tanto del juguete escogido como de lo que está pasando alrededor.
Guernsey cita las conclusiones de un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Massachusetts. Estos grabaron en video a niños de 1, 2 y 3 años jugando en dos situaciones: 30 minutos con la tele puesta y 30 minutos sin la tele. A primera vista, no se advertían grandes diferencias: en el primer caso, parecía que los niños solo echaban rápidos vistazos a la tele pero sin dejar de jugar. Sin embargo, en el análisis que hicieron minuto a minuto de los vídeos fueron observando que los niños ‘saltaban’ de un juguete a otro, porque se aburrían antes.
Además de jugar menos tiempo con los mismos juguetes, los niños pequeños expuestos a la televisión de fondo pierden también calidad de juego. Debido a que la televisión registra cambios de imágenes o de sonido más o menos cada 6 segundos, es muy fácil que los niños pierdan el hilo de las fantasías que construyen en sus juegos… A la vista de estos y otros inconvenientes, Guernsey lanza su propuesta para estas Navidades: “En lugar de dejar la televisión puesta mientras los niños abren sus juguetes, démosles un regalo más barato: tiempo ininterrumpido para jugar con sus regalos”.
Y Gurb flipando…
Hola. Me llamo Gurb. Algunos dicen que soy algo rarillo. Ni caso. Lo que pasa es que vengo de muy lejos. ¿Os acordáis? Me creó hace unos años el escritor Eduardo Mendoza. Y luego me perdí por Barcelona. Afortunadamente, un buen amigo –también extraterrestre– vino a buscarme. Y ya no cuento más por no chafar la historia.
Total, que ayer me puse en plan nostálgico. Y decidí irme de zapping por España. Y había un cara a cara. Y escuché cosas serias –¡menos mal!– sobre la economía y el desempleo; sobre la sanidad y la educación; sobre las pymes y las pensiones… Y hubo también alguna referencia aislada a la igualdad de trato y a la conciliación entre familia y trabajo. Pero ninguno de los candidatos ofreció una política familiar a largo plazo. ¡Y mira que es extraño!
Porque yo –que soy de fuera– veo que sí; que al terrícola medio le interesa bastante la familia. Y la gente se quiere y tiene hijos y se lo curra mucho para sacar a los suyos adelante. Pero se ve que Los Hombres de las Elegantes Corbatas Azules siguen pensando que aquí uno nace, crece y se reproduce solo…
Ni siquiera una ayudita pa’ pañales. Muy mal. Me chivaré a Darth Vader.
Y tu familia, ¿de qué color es?
O yo soy muy susceptible o el otro día me echaron una mirada que casi me perfora la membrana de mi quinta neurona. Lógicamente, la mirada no fue correspondida porque el colega era un bigardo de tres metros. Sin exagerar.
20-N. A la chita callando, el domingo habrá elecciones. Y ojalá que el lunes y el martes y el miércoles (y así sucesivamente) tengamos la fiesta en paz. Porque una cosa es alegrarse de que los “míos” ganen las elecciones –¿sabrán los “míos” que existo?– y otra muy distinta restregar al vecino que los “suyos” han perdido. Chincha, rabiña. Y una cosa es lamentar que los “míos” han perdido las elecciones y otra muy distinta recurrir a las miradas perforadoras de neuronas.
¿Malos gestos e insultos porque uno vota rojo, azul, verde, rosa, naranja, marrón, amarillo, blanco, negro…? ¡Venga, hombre! Pero si eso no lo hacen ni los niños pequeños. En sus dibujos, “mi color favorito” convive pacíficamente con las bondades de otros colores. Y no sé si serán buenistas o malistas, pero ¡cómo se lo pasan los críos!
Que conste: me encanta la política. Lo que no voy a hacer es amargarle la comida o la cena familiar a alguien sólo porque los “míos” no ganaron. En esto le espeto a la Política –así, en abstracto– aquel verso de Miguel d’Ors: “Quita tus sucias manos de mis sueños”.
Territorio familia
A través de sus publicidades, dos empresas distintas me recuerdan que tengo derecho a navegar por la Red todo lo que quiera y más… Que ya ellas se encargan de gestionarme el cobro a fin de mes. Otra Super Corporación me confirma que sí, que al final tengo derecho a un mundo más justo. Y todavía otra más audaz me concede graciosamente el derecho a la felicidad. Je.
El capitalismo ha dado un giro histórico: donde antes había oscuros beneficios, ahora hay luminosos derechos. Conmovedor. Lo que no tengo claro es que esta insistencia en los derechos-espejismo nos esté haciendo mucho bien. Sobre todo, por las expectativas que genera.
La utopía romántica nos dice que existe un derecho a que todo sea perfecto. Pero un sexto sentido nos pone en guardia. La vida familiar no es un orbe puro de angelitos regordetes y nubes de algodón. Más bien se asemeja al “desgarrado territorio en que vivimos, amamos y sufrimos”, del que habló Ernesto Sábato. Este es el terreno en que nos movemos: una región hondamente humana, hecha de emociones intensas, sí, pero también de períodos de calma.