He salido al balcón de mi casa a fumar un cigarro. En algún lugar del vecindario, comienza una partida de ping pong entre dos hermanos. Por sus voces, deduzco que no deben de tener más de 10 años. —“Yo juego con la pala mala”, dice el mayor. Y yo voy disparado a por mi libreta. Aquí hay noticia.
2-2. — “¡Muy bueno!”, anima el padre. 4-2. — “¡Toooma!” (el mayor). — “¡Qué no te hagas el chulo!” (el pequeño). — “Sssh, ¡a jugar!” (el padre). 6-3. — “Gana el que llegue a 11” (el mayor, claro). — “¡No! ¡A 21!” (el pequeño). Aparece la madre con un bebé. Y los críos se hacen un lío con el marcador. — “¡9-5!”. — “¡No! ¡9-6!”.
12-8. El hermano mayor ha cedido: la partida será a 21. A medida que avanza, se multiplican los discutibles y polémicos “¡fuera!”, “¡media!”… Mmmm, tramposillos. El padre tiene que hacer de árbitro. Y la madre se parte de risa. The End. El mayor ha perdido (o se ha dejado ganar). Y, ahora sí, exige el cambio de pala para afrontar la revancha.
En este rato delicioso en el balcón, me ha dado por pensar en la felicidad familiar; una mezcla explosiva de inocencia, cariño y dedicación de unos por otros.