En su libro »En defensa del fervor», el poeta Adam Zagajewski cuenta el disgusto que le produjo la mortecina reacción de un puñado de ricachones ante un concierto maravilloso. «Las cuatro jóvenes tocaban a la perfección, pero los aplausos no fueron demasiado calurosos. (…) ¿Por qué aquel público adinerado no sabía valorar una excelente interpretación de Mozart? ¿Tal vez la opulencia nos haga menos propensos al entusiasmo? ¿Por qué a la interpretación fervorosa de Mozart no le siguió una recepción igualmente fervorosa por parte del público?».
Tal vez no debamos cargar el muerto solamente a los ricos. Tal vez exista también una forma de opulencia muy de andar por casa: la que nos lleva a zamparnos las muestras de afecto sin darnos cuenta. Sumidos en lo cotidiano, nos olvidamos de lo extraordinario que es tener un hogar donde se nos quiere bien. Si el amor es un regalo inmerecido, ¿no habrá que agradecerlo?
El fervor que reivindica Zagajewski es un acto de adhesión a la belleza del mundo, un vuelco del espíritu. ¿Qué pasaría si trasladáramos ese entusiasmo vibrante a la vida doméstica? Demostrar aprecio por las buenas cualidades de los demás y agradecer los servicios que nos prestan: he ahí dos actitudes propias del fervor familiar.