Para los poetas, el amor a las palabras es innegociable. Lo mismo que el silencio, que es ese horno donde se cuecen las palabras. Algo parecido ocurre con las relaciones amorosas: el hábito de querer a una persona nos invita a guardar silencio –o, por lo menos, a modular el tono de voz– cuando la bilis ruge dispuesta a reventarlo todo.
En este sentido, James y Audora Burg afirman que “el matrimonio ayuda a ser más cuidadosos con las palabras”. Y eso por dos razones: “porque a nadie le gusta llevarse el rapapolvo de un esposo ofendido y, sobre todo, porque a nadie le gusta quedarse con el dolor de saber que ha ofendido a un ser querido”.
Por lo general, “el matrimonio dispone los corazones de los esposos hacia la empatía, la amabilidad y el hábito de comportarse con el otro de forma constructiva”. Y concluyen: “Si no toleramos que alguien increpe a nuestro esposo/a con un tono o unas palabras crueles, ¿no deberíamos nosotros hacer lo mismo?”.