Están sentados alrededor de la mesa. Espaguetis y filetes empanados con patatas fritas. Es la comida preferida del hijo mayor, adolescente. El padre ha decidido que hoy no soltará ninguna contundente chapa sobre lo que hay que hacer o dejar de hacer. En esta comida especial hablarán sobre la historia de su familia: a qué se dedicaban los abuelos; cómo se conocieron mamá y papá; algunas alegrías y tristezas; los nacimientos de los hijos; las primeras trastadas…
A partir de los hallazgos de algunos psicólogos, Bruce Freiler defiende en el New York Times el asombroso poder de los relatos familiares. Gracias a ellos, los hijos establecen su identidad: saben de dónde vienen, a quiénes se parecen y, sobre todo, refuerzan la idea de que son fruto del amor de sus padres. “Si quieres que tu familia sea feliz –recomienda–, da forma, pule, cuenta una y otra vez la historia de los buenos momentos compartidos y de vuestra capacidad para superar las dificultades”.
Freiler propone huir de dos extremos: ni agobiar al personal con una cascada de recuerdos dramáticos –“mirad lo que sufrimos tu madre y yo para crear un hogar”–, ni atiborrar sus venas con edulcoradas fantasías de colores. Más que nada porque seguramente ninguna de las dos versiones será cierta del todo. Lo más probable es que haya habido sus más y sus menos. “Chicos, esta es la historia de nuestra familia: hubo momentos buenos y también reveses. Pero, pasase lo que pasase, nos mantuvimos unidos como una piña”.