Hay huelgas de trabajo, huelgas de transportes, huelgas de hambre… Pero no hay huelgas de amor. Normal. Sería como renunciar al aire. Sin embargo, en nuestro día a día, es probable que las huelgas de amor sean más frecuentes de lo que pensamos. Quizá sin proponérnoslo, nos ponemos de uñas y quisquillosos.
A veces los nervios se disparan sin querer. Lo malo es cuando pillamos carril y nos instalamos conscientemente en el derecho al “tú me haces un guiño y yo te meto el dedo en el ojo”. Y ponemos morritos. Y nos creemos el rey o la reina del mambo. Buah, ¡qué rollo! Y, sobre todo, ¡qué mal lo pasamos y qué mal lo hacemos pasar a los demás!
Aquí se me ocurre una imagen liberadora. Es de una película, pero yo la vi en un libro que no encuentro. Ya. Un lío… El protagonista vive anclado en su tragedia. La realidad es un gran lamento, porque él sólo ve resquemores: los que le arrojan, deformados, los espejos de su autocompasión. Pero un día este hombre se enamora. Y empieza a amar. Y los espejos se transforman en ventanas… ¿Declararse en huelga de amor? ¡Qué cosa más extraña!