9 de la mañana del 27 de marzo de 1998. Laura, de siete años, se dirige al colegio público José Bergamín, en el distrito madrileño de Fuencarral, para reunirse con sus compañeros y empezar un nuevo día de clase. Suenan risas infantiles y bullicio, propio de cualquier patio de escuela. Aquel día, nadie acompaña a Laura a la escuela. Por esos azares malditos, su madre había tenido que acudir al funeral de un vecino y no había nadie en casa.
Cerca, espera Antonio Ortiz. Vigilante dentro de su vehículo, observa cómo los niños van entrando. En un momento dado, ve a Laura. Sale del coche y la agarra fuertemente de la mano. La engaña diciéndole que su madre lo envía para que lo acompañe a probar unos bañadores– el mismo pretexto con el que logró engatusar a la pequeña española secuestrada en abril en Ciudad Lineal- y la obliga a entrar en su coche.
Ortiz empieza entonces a conducir sin rumbo por varias calles cercanas, hasta llegar a un lugar apartado, casi un descampado. Se detiene y consuma los abusos. Según consta en la sentencia, realizó frotamientos de sus órganos genitales contra la zona vaginal de la pequeña, hasta eyacular. No se recoge que la hubiese violado, como sí hizo con otras pequeñas.
Después, le abre la puerta para que vuelva a clase…
Antonio Ortiz fue detenido aquella misma tarde. Lo delató la falta del tapacubos de una de las ruedas, un detalle clave que pudo aportar un testigo, junto a algunas cifras de la matrícula.
Por aquel delito, fue condenado a nueve años de cárcel. A los seis, obtuvo el tercer grado, lo que le permitía salir de prisión los fines de semana. Los magistrados consideraron que el pederasta había mostrado un comportamiento satisfactorio y valoraban también su “nula conflictividad” en prisión, según el auto de la Audiencia de Madrid. No obstante, los mismos jueces decidieron negarle entonces la libertad condicional, alegando que no había participando en ninguno de los programas terapéuticos.
El letrado Javier García Ugalde fue el encargado de su defensa. Abogado de oficio durante aquel primer delito de Ortiz, reconoce que en ningún momento de la búsqueda se le pasó por la cabeza que su cliente de entonces pudiese ser el pederasta más buscado, el enemigo público número uno. “Tampoco lo sabemos ahora”, aclara, “se está prejuzgando demasiado”.
Sin embargo, el miércoles, cuando se informó de que el presunto pederasta de Ciudad Lineal había sido detenido en Santander, volvió a su mente aquel chico de 28 años, “muy frío, callado, y nada parecido físicamente a como es ahora”. Por aquellos años, Ortiz no había empezado a frecuentar aún con asiduidad frenética los gimnasios, de los que después se convertiría en verdadero adicto y a los que diariamente acudía para moldear su cuerpo, nutrido también de anabolizantes.
Dieciseis años después, Ugalde recuerda aún un rasgo característico de aquel joven. Su mirada. Aquel joven, introvertido, casi mudo, impasible, de hielo “nunca miraba a los ojos”, afirma. En ningún momento, dice, le confesó haber sufrido abusos sexuales en la infancia, como se comenta pudo haber dicho a los agentes durante estos días. Tampoco se le diagnosticó ninguna patología.
“Nunca se derrumbó, ni siquiera cuando le iba presentando las pruebas que se agolpaban contra él”, dice el abogado. Algunas de esas pruebas eran definitivas, como los análisis de ADN del semen de las bragas de la pequeña.
Aquel caso afectó especialmente a su madre. Pese a que Ortiz había sido ya un niño difícil y retraído, y un joven con antecedentes de extorsión, “nunca se habría podido imaginar algo así, como ninguna madre lo haría”, dice el letrado. El joven se había criado con ella y con su hermana en el barrio madrileño de Hortaleza, hasta que se casó muy joven.
Nunca le dio detalles de lo sucedido aquel 27 de marzo. Se limitó a reconocer los abusos durante el juicio, para lograr una reducción de pena sobre los doce años que pedía Fiscalía. Pero ni siquiera se confió con su abogado. Nunca dijo por qué lo había hecho, ni tampoco mostró ninguna señal de arrepentimiento. A Ugalde, confiesa, su cliente tampoco le generaba ningún sentimiento. Sólo frialdad.
Para él, como para casi cualquier abogado lo sería, aquel fue un caso complicado. “A mí personalmente, estos casos no me gustan, pero la Constitución recoge el derecho a la defensa y así se debe hacer”, afirma.