Isabel II. Cuando Isabel II nació, un 10 de octubre de 1830, España entera aclamó: “Un heredero, aunque hembra”. Fernando VII había tenido por fin descendencia directa, aunque era una niña. En mayo de aquel mismo año, el rey había promulgado la Pragmática Sanción, que derogaba la Ley Sálica y volvía al viejo orden establecido en las Partidas de Alfonso X el Sabio, que daba prioridad al varón pero que dejaba reinar a la mujer en ausencia de descendientes masculinos – el mismo régimen que hoy, ocho siglos después, sigue vigente en España –. Isabel fue reina a los tres años – al morir Fernando VII – aunque su madre, María Cristina, ocupó la regencia hasta 1840. Le sucedió el general Espartero, que gobernaría tres años más hasta que la reina, con sólo trece años, fue declarada mayor de edad y coronada prematuramente. La formación de Isabel II estuvo muy limitada por su condición de mujer, fue muy elemental y no incluyó conocimientos constitucionales o políticos, de modo que lo único que sabía de su misión era que una reina nace y por tanto, no era necesario que se hiciera.
Su coronación fue la primera que se llevó a cabo en un marco constitucional, rompiendo con el absolutismo anterior, lo que implicaba una ceremonia más austera y un juramento sobre la Carta Magna. La ceremonia de la coronación de Isabel II tuvo lugar en el Palacio del Senado porque el Congreso de los Diputados, levantado durante su reinado, no se construiría hasta siete años después. La reina niña puso su pequeña mano sobre los Evangelios y juró: “No mirando más que el bien y provecho de la nación. Si en lo jurado o parte de ello lo contrario hiciese, no debo ser obedecida; antes aquello en que contraviniese sea nulo y de ningún valor. Así Dios me ayude y sea en mi defensa y si no, me lo demanda”. Una de las curiosidades del acto es que se sirvió un cóctel a los asistentes, un detalle sin mayor importancia que sin embargo, no se volvería a repetir.
Madrid se vistió de gala para la ocasión, con una iluminación especial y grandes lienzos adornando los edificios más significativos. En Palacio, grupos folklóricos de las comunidades de Galicia, Asturias y Andalucía bailaron ante la reina, el circo gimnástico danzó en la plaza de la Armería y en la plaza mayor, las fuentes manaban leche y vino. La reina se trasladó a todos aquellos lugares con una gran comitiva que fue seguida por toda la ciudad entre vítores.
Amadeo de Saboya. La Casa de Saboya reinó en España durante sólo tres años, aunque el monarca Amadeo I tiene el honor de haber sido el primero escogido por un Parlamento. En efecto, el Congreso de los Diputados votó en la sesión del 16 de noviembre de 1870. Salieron 191 votos a favor de Amadeo, 60 votos republicanos, 27 para el duque de Montpensier, 8 para Espartero, dos para el Príncipe Alfonso y veinte en blanco. Una comitiva española, encabezada por el presidente del Congreso, Manuel Ruiz Zorrilla, acudió a Italia a darle la noticia al monarca personalmente. En la comitiva iba el escritor Juan Valera, con la misión de leer un texto de bienvenida, aunque finalmente será sustituido por uno de Romero Robledo.
En Italia, los españoles serán tratados con toda cortesía, aunque el futuro rey les recibía lleno de preocupaciones. Las noticias que llegaban de España no eran muy halagüeñas, hablaban de un país dividido y caótico, de la amenaza republicana, de los carlistas… Aún estaba reciente el fusilamiento del emperador Maximiliano en México y en España, su gran valedor, Juan Prim, acababa de ser asesinado en la calle. El duque de Aosta temía ser el siguiente, aunque era consciente de que toda renuncia sería tomada como un imperdonable acto de cobardía.
El rey llegó a Madrid el 2 de enero de 1871, el mismo día de la coronación. De la estación de Atocha acudirá a la basílica donde estaban expuestos los restos del general Prim. Difícil comienzo para el nuevo rey, que rezará durante largo tiempo ante el cadáver. De la basílica de Atocha marchará directamente a las Cortes, donde prestará juramento a la Constitución. Posteriormente, el rey presentará sus condolencias ante la viuda y los hijos de Prim en el ministerio de la Guerra y marchará después a Palacio subiendo la calle de Alcalá.
Jacinto Benavente, que por entonces tenía cuatro años y presenció el cortejo desde un balcón de la calle de Alcalá, cercano a la Puerta del Sol, describiría aquel día mucho después: “Fue glacial, como el día. Él iba a caballo; un caballo alazán. Él solo, delante, a gran distancia de la escolta militar. Vestía de capitán general español, con el sombrero apuntado, como el de los mariscales de Francia. Ni vivas ni aplausos: algún saludo respetuoso al pasar. Él saludaba con la rigidez característica de un soldado: el saludo a lo Amadeo, que pronto remedarían los madrileños. Había poca gente en las calles. El asesinato del general Prim hacía temer un atentado. Temer no es desear, pero muchos lo deseaban. Por eso el rey adelantaba su caballo cuanto podía. ‘¡Es un valiente!’ Eso ya despertó alguna simpatía. ‘Si hay un atentado no quiere exponer la vida de nadie…’ Otros decían: ‘¿Le dejarán gobernar?’, ‘Este a lo menos, es un hombre’. ‘Buena falta está haciendo un hombre en España’. Pero el más lapidario, el más exacto fue este, que bien pudiera ser un resumen de la historia del efímero reinado de don Amadeo en España: ‘¡Pobre hombre! ¡No sabe él en dónde se ha metido!’”.
Alfonso XII. Tras el breve y caótico lapso de la I República, previo reinado de Amadeo I, llegó la segunda restauración borbónica en la figura de Alfonso XII. En enero de 1875, el joven rey viajaba de Francia a Madrid, junto a sus tutores y algunos aristócratas. Ya el año anterior se había presentado a los españoles en el manifiesto de Sandhurst, donde se declaraba afín a la monarquía constitucional. El general Pavía había terminado abruptamente con la I República entrando en el Congreso y el camino estaba limpio para la coronación del nuevo monarca.
En Marsella, Alfonso XII embarcará en una fragata española y recibirá los primeros vivas de la marinería. Tenía sólo 17 años pero había sido educado con celo para aquel momento. El rey se enfundará entonces, por primera vez en su vida, el uniforme militar, que le entregará el conde de Mirasol. El destierro de su madre, Isabel II, le impidió ceñírselo antes. El rey desembarcó en Barcelona, pero volvió a embarcar hacia Valencia, donde hizo un pequeño recorrido a caballo hasta la Iglesia de la Virgen de los Desamparados y después a la catedral.
El 13 de enero viajó hasta Aranjuez, donde hizo una visita a los Reales Sitios en medio de una multitud enfervorecida. Era enero, pero la gente mostraba un calor extraordinario. Le aplaudían, le vitoreaban, casi le estrujaban. A la una de la tarde del día siguiente llegará a Madrid en tren. Entre aclamaciones y con la banda siguiéndole por toda la ciudad, montó a caballo para hacer la primera parada en la basílica de Atocha. Después, enfiló el Paseo del Prado. En la calle de Alcalá, a la altura de Sevilla, se había construido un arco del triunfo de cartón piedra y al paso del monarca salieron de una trampilla decenas de palomas blancas que dejaban caer pétalos de rosas. Según contó Benavente, de nuevo testigo excepcional de los hechos, “no había mujer en Madrid que no se sintiera un poco madre, un poco hermana o un poco novia de aquel rey mozo que contestaba sonriente, feliz, al saludo de un pueblo que lo aclamaba como el pacificador”.
Alfonso XIII. Alfonso XII, aclamado como el pacificador, fue un monarca de breve reinado que murió muy joven, a la edad de 28 años. De hecho, la reina María Cristina de Habsburgo, hermana del emperador austrohúngaro, Federico José, asistió a los duelos aún embarazada de Alfonso XIII, que fue rey desde su nacimiento. No obstante, su madre sería regente hasta que este cumplió los catorce años. Fue entonces cuando se preparó su coronación, en 1902.
Las solicitudes de invitación fueron tan abundantes que hubo que poner tribunas en el Congreso. Las expectativas de visitantes en Madrid se dispararon, lo que obligó a diseñar un dispositivo de seguridad a nivel urbano, el primero de estas características. Los carruajes de los príncipes extranjeros, diplomáticos y diputados, llevaban distintivos especiales para facilitar su llegada a la Cámara. La presencia de nobles extranjeros fue extraordinaria. El duque de Conaugth y el de Wellington por Inglaterra, el príncipe Adalberto de Prusia en representación del kaiser alemán, Guillermo II, el archiduque Esteban representaba a Austria. La aristocracia de Dinamarca, Italia, Grecia, Noruega, Suecia, Rusia y Portugal también estaba representada, así como Estados Unidos, Francia, Persia, Marruecos, Siam o El Vaticano.
Los príncipes orientales, de China y Japón, pudieron el toque exótico y colorista y su vistosidad llamaría la atención de los madrileños, según destacaban las crónicas de la época. Madrid estaba exultante y abarrotado de gentes de provincias. Las salas de espectáculos no dejaron de ofrecer sesiones siempre colmadas de espectadores y en la ciudad se vivieron días de auténtica fiesta.
El 17 de mayo de 1902 tuvo lugar el juramento, en el Congreso de los Diputados, después de un desfile en coche que comenzó a la una de la tarde. En el cortejo iban los caballos del Real Picadero, adornados a la manera oriental, vistosos en colorido y haciendo sus cabriolas. La banda real, con timbales y clarines iba también a caballo, dando a la comitiva un aire marcial y festivo. Le seguían los carruajes de los grandes de España, con sus escudos y blasones en lo alto, pasaron los Medinaceli, Alba, Aliaga, Bailén, Conquista, Fernán-Núñez, Heredia, Spínola, Santoña, Sotomayor, Tamames, Miraflores y Tovar. Tras ellos iban las infantas y los príncipes de Asturias y aún detrás, la carroza real con Alfonso XIII, su madre y la infanta María Teresa.
En un momento del desfile un hombre se abalanzó sobre la carroza real, abrió la portezuela y se metió dentro. El rey, tal y como escribió en su diario, le propinó un puñetazo en la cara, al tiempo que la escolta ya tiraba de él hacia abajo. Ya en el suelo, le cayó al espontáneo una “lluvia de palos”, que le dejaría seis o siete heridas en la cabeza. El rumor de un atentado volaría por Madrid aunque al final, el espontáneo resultó ser un demente enamorado de la infanta María Teresa, que quería declararse allí mismo.
Juan Carlos I. La coronación de Juan Carlos tuvo lugar el 22 de noviembre de 1975, dos días después de la muerte de Franco. El rey no sólo prestó juramento, sino que fue proclamado por el Congreso, al igual que Amadeo de Saboya – no así su abuelo Alfonso XIII – y el congreso celebró una sesión extraordinaria, en vez de una sesión regia, como se llamaba comúnmente.
España salía de una dictadura y por tanto no había Constitución que jurar, por lo que Juan Carlos juró “cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”, algo que como es conocido, se saltaría después al sancionar la Ley de la Reforma Política y más tarde, también la Constitución.
Don Juan Carlos hizo algo que sus antecesores no harían, dirigirse a los presentes en un discurso institucional el mismo día de su proclamación, en el que dijo, entre otras cosas que aquel día comenzaba una nueva etapa en la historia de España. “Esta etapa que hemos de recorrer juntos se inicia en la paz, el trabajo y la prosperidad, fruto del esfuerzo común y de la decidida voluntad colectiva. La Monarquía será el fiel guardián de esa herencia y procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con el pueblo. La institución que personifico integra a todos los españoles, y hoy en esta hora trascendental os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional”.
Por primera vez, el rey de la transición prescindiría de la carroza real y optaría por un Rolls Royce descapotable, con el que cubrió el recorrido entre el Palacio de la Zarzuela y el Congreso. Fueron escoltados por la guardia real a caballo vestida de gala y las gentes abarrotaron las calles para seguir a la comitiva al grito de “¡Juan Carlos!”. El monarca, agitaba la mano y en ocasiones también se cuadraba para hacer el saludo militar. En un coche de lujo pero cubierto, iban tras el rey el príncipe y las infantas. En el palacio de Oriente hizo una parada militar. Allí, todos los representantes civiles, eclesiásticos y militares, presentaron sus respetos al rey, junto a los miembros de las delegaciones extranjeras. La princesa Grace de Mónaco, los reyes de Grecia, el príncipe de Marruecos y representantes de las casas reales de Kuwait o Arabia Saudí, además de todas las europeas, asistieron al acto.