El capitán Pedro Serrano no fue sólo un Robinson español, fue literalmente el verdadero Robinson Crusoe puesto que Daniel Defoe se inspiró en él para escribir su historia, que luego aderezó con detalles de las peripecias de un náufrago posterior, el marinero escocés Alexander Selkirk, que estuvo cuatro años en una isla desierta frente a las costas de Chile. Pedro Serrano pasó el doble de tiempo, nada menos que ocho años en una isla que no era más que un banco de arena desplegado sobre el océano, sin agua potable ni apenas brotes verdes que pudieran servir de alimento, lo que convirtió su aventura en una verdadera prueba de supervivencia.
La historia de Pedro Serrano comienza hacia 1526, cuando surcaba los mares a bordo de un pequeño bergantín que había partido de La Habana rumbo a Cartagena de Indias. En medio de la travesía, un terrible temporal azota la embarcación y la hace naufragar, aunque Serrano logra nadar hasta una isla próxima y salva la vida. Por lo que él sabe, todos sus hombres han muerto, tragados por el mar como su propia nave. Pero su situación sólo es un poco mejor que la de ellos. Sin agua, ni madera a la vista, ni comida, atrapado en una isla que según el inca Garcilaso – que glosa la historia del náufrago en su libro ‘Comentarios Reales de los Incas’ – tiene dos leguas de contorno, esto es, no más de 10 ó 12 kilómetros de perímetro.
La única esperanza de Serrano es que un barco español pase cerca de la isla y le recoja, pero mientras eso sucede, su deber es sobrevivir y esa será su gran aventura cotidiana, aunque aparentemente la isla apenas le ofrece herramientas con las que aguzar el ingenio. Sin embargo, el capitán Serrano supo enseguida que Dios aprieta pero no ahoga, pues el mismo mar que había causado su desgracia y que ahora tenía delante en abundancia como inmensos y acostados barrotes, le fue suministrando el sustento que necesitaba. Primero se limitó a comer pequeños cangrejos, camarones y gusanos que encontraba en la orilla, crudos y poco sustanciosos, pero muy nutritivos como pronto comprobaría.
Serrano tenía por toda herramienta un pequeño cuchillo que llevaba en el bolsillo y enseguida le encontraría utilidad cuando observó a las tortugas entrar pesadamente tierra adentro para dormirse al sol. El náufrago se lanzó a por ellas y les dio la vuelta una a una para matarlas después y beberse su sangre, que resultó ser el perfecto sustituto del agua que le faltaba. Con los caparazones vacíos construyó recipientes para recoger agua en los días de lluvia y dejó secar en tajadas la carne de la tortuga para que le sirviera de alimento durante semanas.
Poco a poco, el bravo marino había encontrado la forma de valerse en aquella isla y hasta tal punto llegó su pericia que el Inca Garcilaso asegura que si hubiera tenido fuego y refugio, no le habría faltado de nada. Y ni siquiera aquello se le resistiría. Como tiempo le sobraba y el éxito de la supervivencia le había encendido el ánimo, Serrano se ocupó de encontrar unos guijarros propicios que le sirvieran de pedernal, pues de eslabón emplearía el cuchillo y de yesca un jirón seco de su ropa. Encontrado el guijarro adecuado, Serrano pudo por fin encender fuego, un momento que debió de resultarle tan emocionante como si acabase de descubrirlo allí mismo. El problema estaba en el combustible, que encontraba a duras penas recogiendo los sedimentos que el mar le traía, algas marinas, huesos y algunas hierbas secas que encontraba en la isla. Para cobijarse construyó una choza con conchas de tortuga y piedras, donde resguardaba el fuego cuando arreciaba la lluvia.
Una mañana, después de tres años de dura supervivencia, cuando las ropas se le habían podrido puestas y el bello le cubría todo el cuerpo como si fuera un oso, Serrano se encontró con un hombre. La sorpresa fue mayúscula y según el Inca Garcilaso, ambos entraron en pánico al tomar al otro por el mismo demonio. Pasado el susto inicial e identificados ambos como buenos cristianos, pasaron a contarse sus desventuras, después de un largo abrazo donde a ambos les rodaron las lágrimas.
Comiendo lo poco que tenían, se fueron contando sus pesares y resultó que el misterioso compañero había naufragado, como Pedro, en algún punto cercano a la isla. Dice el Inca Garcilaso que no tardaron en empezar a reñir, los dos náufragos, que no llegaron a las manos de milagro y hasta optaron por dividir la isla y marchar cada uno a su lado, aunque enseguida se dieron cuenta de su disparate y se reconciliaron, ayudándose en cuanto pudieron durante cuatro largos años más, que para Serrano hacían casi ocho.
Una buena tarde, después de tantas otras en las que vieron pasar navíos, bergantines y fragatas – pero ninguna quiso parar o no llegó a verlos – se aproximó a la costa un galeón que hacía el viaje inverso al que había emprendido Serrano hacía años y al ver el humo de la fogata, echó al mar un batel con dos marineros y acudió a recoger a los náufragos. Dice el Inca Garcilaso que su aspecto era tan poco humano que los dos españoles optaron por arrodillarse y rezar un credo a viva voz para que los marineros no saliesen huyendo al verles.
Aún les quedaba el trago de un largo viaje por pasar y el compañero de Pedro Serrano no lo soportó, falleciendo durante la travesía. Serrano, sin embargo, completó con éxito su aventura llegando a España en 1534, donde se hizo tan famoso con su historia que los gobernantes quisieron llevarle a Alemania para que la oyese el emperador Carlos V de su propia voz. Y para que la historia no perdiera credibilidad, le pidieron que fuese sin cortarse el pelo ni afeitarse.
Carlos V quedó estupefacto con su relato y le premió con cuatro mil pesos de renta que eran 4.800 ducados en el Perú, donde Serrano quería retirarse. Antes de partir, Serrano se dejó ver por Madrid comportándose como una especie de animador de fiestas cortesanas, donde acudía invitado por la nobleza para contar su relato. Tras gozar de aquella fama pasajera, Serrano zarpó rumbo a Perú para vivir de las rentas que tan costosamente había ganado pero no pudo cobrar ni siquiera el primer pago porque falleció nada más llegar a Panamá.
La isla en la que estuvo se llama hoy La Serrana en homenaje al náufrago y a su aventura. Está en pleno mar del Caribe, frente a las costas de Nicaragua, aunque en la actualidad pertenece a Colombia. Hacia la década de los noventa, unos buscadores de tesoros encontraron en la isla un túmulo de rocas y algunas herramientas que según se cree pudieron pertenecer a Serrano.