¿Qué se siente al volar? Miedo. Mucho miedo. Vale, quizá eso solo lo sienta yo, porque mi acompañante (un chicarrón del norte) no lo tuvo en ningún momento. Puede, incluso, que solo estuviera aterrorizada mientras esperaba y que, después, en el momento de la verdad, disfrutara como una enana.
Vale, lo admito. Yo soy esa chica que hace cola en la atracción más alta, más rápida y con más giros de cualquier parque de atracciones y cuando le toca, se da la vuelta. En ocasiones me monto, pero por vergüenza, y cuando está a punto de comenzar lloriqueo porque “quién me manda a mí”.
Cuando me ofrecieron probar el mayor túnel de viento de Europa, lo tuve claro: “sí, quiero”. Y como si me hubieran propuesto matrimonio elegí día, hora y acompañante. Esto último, como en las bodas, estaba bastante claro. El problema vino después cuando ya estaba todo cerrado y mi madre me dijo “¿y el vértigo?”. Vale, se me había pasado por alto un pequeño detalle: tengo miedo a las alturas.
En esta ocasión no deserté. No me dejaron. Estábamos vestidos con un mono rojo, gafas, casco, tapones para los oídos y había rellenado y firmado un par de papeles (burocracia everywhere). Había llegado demasiado lejos. Incluso nos habían dado una clase teórica sobre la postura que debíamos adoptar durante el vuelo indoor.
Nos comentaron que se trata de una actividad que pueden hacer hasta los niños de 5 años. Eso dañó mi orgullo. Si ellos pueden yo también. Y, así, me convertí en una Fun-Flyers (“volador principiante” en la jerga de esta nueva modalidad de deporte). El instructor era simpático, gracioso e inspiraba seguridad, al menos después de las protocolarias bromas del tipo “también es mi primer vuelo”. Mi mirada asesina debió disuadirlo a continuar por esa línea.
Ya en 1485 Leonardo Da Vinci soñaba con volar e ideaba máquinas que permitieran al hombre despegar los pies del suelo. Después de aviones, avionetas, helicópteros… podríamos darnos por satisfecho pero ¿y qué hay de sentir el aire? Nosotros queremos ser birdman.
Entré en el simulador dos veces, cada vuelo tenía una duración de un minuto y medio, y disfrute de la experiencia tratando de estabilizarme en una cámara que emitía un aire muy potente (entre 180 km/h y 300 km/h). Cuando el instructor me agarró, hasta en tres ocasiones, para simular caída libre, cerré los ojos y grité. Ya me había hecho la valiente lo suficiente. No me dio tiempo a ver mi vida pasar por diapositivas porque eran apenas 8 metros ¡pero vaya subidón de adrenalina!
Me gustó. Vale, me encantó. La sensación de “flotar”, de caer, de liberar estrés acumulado y de haberme superado a mí misma, es increíble (las agujetas del día siguiente no tanto). “Lo siguiente es hacer paracaidismo”, me indicaron. “Claro que sí, guapi” (NO, aún no estoy preparada).