“Deberías hablar con Perico Vidal”. La frase se manifestaba con insistencia, en una entrevista y otra, mientras Marcos Ordóñez se encontraba en las primeras fases de preparación de su libro Beberse la vida. Ava Gardner en España, publicado por Aguilar en 2004, una obra clave para alumbrar un periodo en la vida de la legendaria actriz por el que las biografías oficiales habían pasado siempre de puntillas.
“Perico Vidal parecía ser el hombre clave, el que conocía a todo el mundo, el que estaba en todas las fiestas pero nunca quería aparecer en las fotos”, escribía Ordóñez en el séptimo capítulo de ese libro, donde la voz de ese “espléndido pirata” se manifestaba con toda su fuerza: “Tengo casi ochenta años y he trabajado en más de medio centenar de películas, con Welles, con David Lean, con Carol Reed, con Mankiewicz, con Terence Young… He sido asistente, ayudante de dirección, encargado de casting, productor y ghost writer, pero nunca pensé en dedicarme a esto”.
La participación de Vidal fue decisiva tanto en Beberse la vida como en La noche que no acaba, el estupendo documental de creación que hizo Isaki Lacuesta a partir del libro de Ordóñez, indagando acerca del paso del tiempo sobre el rostro de Ava Gardner. Amigo íntimo de Frank Sinatra, que le conoció (y, casi, le adoptó en el rodaje de Orgullo y pasión de Stanley Kramer), Vidal había sido espectador involuntario en muchos momentos tensos –y otros, volcánicos- en la apasionada y conflictiva relación que mantuvieron el impecable crooner –amén de exigente actor- y la protagonista de La condesa descalza.
Una conversación, una amistad, un libro
También había sido receptor del aluvión de improperios que le lanzó Ava, a las tantas de la mañana, una velada en la que ya no tenía cuerpo para más juerga. Pero había mucho más Vidal más allá de esos cruces de caminos con el objeto de estudio de Beberse la vida en tierra española. “La conversación duró cinco horas. Mil años. Mil vidas”, señalaba entonces Ordóñez.
De esa conversación surgió una amistad: vinieron otros encuentros, otras charlas con la grabadora en marcha. Como si el figurante en un plano general de una película determinada llevase otra película posible dentro, Perico Vidal, que falleció el 5 de diciembre de 2010 en Madrid, víctima de un cáncer, se ha convertido ahora en el protagonista absoluto del último libro de Marcos Ordóñez, Big Time: la gran vida de Perico Vidal, editado por Libros del Asteroide.
Como ya hiciera en Alfredo, el Grande, su virtuoso libro de memorias de Alfredo Landa, Ordóñez adopta aquí la estrategia de la invisibilidad: deja que la voz del otro se imponga, tome las riendas y dirija el relato. No obstante, es una invisibilidad aparente: el autor se manifiesta esculpiendo esa voz, articulándola, puliéndola en la sala de montaje para conseguir, por un lado, que el lector escuche (y el verbo está escogido con toda intención) esa identidad… en cada línea; y, por otro, que el aparentemente errático y visceral encadenado de anécdotas y recuerdos acaba construyendo un relato de arquitectura tan impecable que podría ser digno de la más elaborada ficción, pero que, tomándole prestado el concepto a Jorge Carrión, podría decirse que es, por supuesto, mejor que la ficción.
Hay algo en Big Time: la gran vida de Perico Vidal que convierte lo que podría ser un extraordinario libro testimonial en algo tan poderoso como difícil de olvidar: la aparición de una segunda voz, la de Alana Vidal Diederich, hija del protagonista del libro, que divide el volumen en dos, cambia el tono y aporta la brutalmente emotiva cara B de la historia. El libro es Perico, pero es la voz de Alana lo que eleva el conjunto hacia esa categoría de excelencia que suele ser meta difícilmente alcanzable a través de la premeditación y el cálculo.
Ordóñez empezó a publicar el fruto de sus conversaciones con Vidal en una serie por entregas dentro de su hoy muy añorado blog Bulevares Periféricos, publicado en la versión digital de El País. La voz de Alana llegó cuando nadie la esperaba: “Gracias por devolverme la memoria de mi padre”, escribió ella desde Nueva York.
Cuando la hija de Vidal llegó a Madrid, se citó con Ordóñez, surgió una complicidad instantánea… y la grabadora volvió a encender su piloto rojo. Toda su aportación, que ahora remata el libro en alto, estaba destinada a nutrir una suerte de segunda temporada del serial “Big Time” en el blog del escritor, que finalmente no vio la luz. Los recuerdos de Alana y, en especial, la historia de cómo se separó y acabó reencontrándose con su padre acaban mostrando hasta qué punto la película que llevaba dentro ese supuesto figurante a fondo de plano merecía ser contada, porque es, al mismo tiempo, la evocación de un frágil tiempo perdido y una historia universal.
Recuerdos de una vida
Por las páginas de Big Time: la gran vida de Perico Vidal desfilan muchos grandes nombres: Orson Welles, Sinatra y Ava Gardner, Lionel Hampton, David Lean, Ray Harryhausen, Omar Shariff, Anthony Asquith, Den Martin, Robert Mitchum, Liz Taylor, Joseph L. Mankiewicz, Robert Culp, Bill Cosby, Marlon Brando, Nicholas Ray, Alec Guinness… e incluso Sergio Dalma. Que no espere el lector grandes revelaciones escandalosas al modo Hollywood Babilonia, porque en todo momento la voz de Vidal revela su calidad de irreprochable caballero, enemigo de chismorreos e indiscreciones: uno no se gana la confianza de La Voz, ni se convierte en el mejor amigo de David Lean siendo persona de lengua suelta. Lo que logran las palabras de Vidal es revivir el esplendor de un tiempo perdido, su luz, su frenesí: la época de los rodajes en España de grandes superproducciones internacionales, de las primeras giras españolas de los grandes del jazz –la otra gran pasión de Perico-, un escenario bullicioso evocado por un testigo privilegiado no sólo por estar donde estuvo, sino también por su mirada única, capaz de definir personalidades esquivas con una sola frase, de atrapar detalles reveladores en esos delicados momentos de intimidad y complicidad que tienen lugar entre el último ¡corten! De final de jornada de rodaje y la puesta en marcha del tren eléctrico más caro del mundo a la mañana siguiente.
Hay muchos momentos fascinantes en Big Time: la gran vida de Perico Vidal, el hombre que siempre estuvo allá, al lado de los más grandes, pero con el relajo de quien siempre veía a la persona tras el icono. Al final de un capítulo, Perico Vidal sugiere que él pudo ser el responsable de que Frank Sinatra grabase dos discos con Count Basie, que, en su opinión, se cuentan entre lo mejor que hizo el crooner en su vida. “¿Te acuerdas cuando en Sinatra at the Sands presenta una canción diciendo “At the right tempo”? No había chulería en esa frase. Había felicidad. Porque era cierto. Era exacto”, señala Vidal acto seguido.
Lo mismo se puede decir de él al leer este libro: tampoco hay chulería en sus palabras y sí mucha felicidad. Ordoñez parece haber sido el cómplice ideal para que Vidal rescatase sus muchas vidas, ofreciese el mejor y más sintético retrato que pueda concebirse de Robert Mitchum, recuperase electrizantes anécdotas de los rodajes españoles de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago y transmitiese con suma delicadez la intuición de que todo estaba llegando, en cierto sentido, a su fin cuando el clima irlandés se cebó con el rodaje de La hija de Ryan.
En una escena de “El cameraman” de Buster Keaton, el cómico está en la habitación de una pensión, esperando la llamada de una chica. Cuando suena el teléfono, Buster baja apresuradamente las escaleras de un inmenso decorado, mientras la cámara sigue sus evoluciones. El cómico emprende el camino de regreso hacia su habitación, abatido y con otra velocidad, cuando comprueba que la llamada no era para él. Finalmente, la chica llama. Al descubrir su voz al otro lado del aparato, Buster deja el auricular descolgado y recorre toda la ciudad, esquivando coches y tranvías hasta llegar a la residencia de la chica, que seguía hablando por teléfono creyendo que él la escuchaba al otro lado. En “Big Time. La gran vida de Perico Vidal” hay una escena que funciona como la réplica glamurosa y ultra-romántica de este gag. Ocurre en El Escorial, durante el rodaje de Orgullo y pasión.
Frank Sinatra está junto al piano del bar del hotel, en modo melancólico, y pide que le acerquen un teléfono. Llama a Ava Gardner, que está en Madrid. Ella responde. Él saluda con un “Hey, honey” y empieza a desgranar una canción tras otras, susurrando, mientras vacía vasos de whisky. “La gente se fue yendo, por timidez, o por cansancio, no sé, aunque era un espectáculo increíble, maravilloso… poder estar allí escuchando aquello, y al final sólo nos quedamos tres o cuatro haciendo como que estábamos a nuestras cosas pero sin quitarle ojo, ni oído. A mi lado estaba Enrique Herreros, el periodista, y casi se le caía la baba. Y entonces pasó lo inimaginable: apareció Ava”, recuerda Vidal en las páginas del libro. Una Ava con abrigo de visión blanco -¿y sin nada debajo?- que se acercó a Sinatra, le colgó e teléfono y se lo llevó escaleras arriba, rumbo a la habitación. No puede haber mejor ilustración de lo que uno llamaría Vidas de Película. Poco más de doscientas páginas más tarde, el libro tiene otra aparición mágica –la voz de Alana- que también lo transforma todo y revela que, tras la fiesta, también hubo dolor, melancolía, soledad y desencuentros… pero no faltó un final feliz y redentor digno de un clásico imperecedero que, como este libro, nos seguirá hablando por muchos años que pasen.