El 7 de diciembre de 1492, con el nuevo continente recién descubierto y Granada rendida apenas un año antes, el rey Católico Fernando sufrió un intento de asesinato cuando bajaba las escaleras del Tinell, tras una mañana de trabajo en la Audiencia de Barcelona. Un payés perturbado, Juan de Cañamares, atacó con un cuchillo al monarca hiriéndole gravemente en el cuello. Durante algunos segundos, el futuro de España pudo cambiar de forma casi irreversible, sin embargo el grueso collar del Toisón de Oro que llevaba el monarca frenó el ataque desviando la puñalada al hombro. Además, el movimiento descendente al bajar la escalera amortiguó el golpe y a Cañamares, lejos de tener un pulso firme, le temblaba el brazo.
El rey, pasó el trance con una herida grave y profunda, a tenor de la carta que el obispo de Granada, Hernando de Talavera, le envió a la reina, aunque pudo salvar la vida: “Fue la herida tan grande, según dice el doctor de Guadalupe (que yo no tuve corazón para verla) tan grande y tan honda, que de honda entraban cuatro dedos y de larga otro tantos, cosa que me tiembla el corazón en decirlo”.
El suceso fue tan rápido que ni siquiera la guardia real tuvo tiempo de actuar. El rey católico bajaba las escaleras del Salón del Tinell, uno de los tres edificios que componen el Palacio Real de Barcelona, cuando fue atacado por Cañamás, que le propinó una cuchillada desde la oreja hasta los hombros por la que necesitó siete puntos. Según el cronista Andrés Bernáldez, el rey católico gritó: “¡Oh, qué traición, oh qué traición!” antes de desfallecer. Los acompañantes de Fernando se abalanzaron sobre el payés cuando trataba de huir entre la multitud y le golpearon sin descanso hasta que aflojó, aunque el monarca, con un hilo de voz, les detuvo para que no le mataran, pues quería saber qué le había inclinado a tal acto.
Mientras interrogaban al reo, las autoridades barcelonesas organizaron una vigilancia especial sobre el monarca malherido, por si se estuviese preparando una rebelión que aconsejara su evacuación. Sin embargo, poco o nada en esa dirección pudieron obtener del payés, pese a que lo torturaron a conciencia. Cañamares resultó ser un simple campesino de El Vendrell con las facultades perturbadas y ni siquiera se obtuvo una relación directa entre el atentado y la Sentencia Arbitral de Guadalupe, que había resuelto el conflicto con los payeses de remença.
Los instantes siguientes al atentado fueron de máxima agitación. Isabel tuvo una primera noticia difusa del atentado y se temió lo peor. Durante unas horas estuvo a punto de enloquecer de incertidumbre. Poco a poco, las noticias fueron calmando su angustia. No había conspiración a la vista, el agresor parecía ser un loco y sobre todo, Fernando no había muerto. Cuando la reina supo que la vida de su marido no corría peligro se desvaneció por la mucha tensión que había acumulado. Miquel Carbonell, en sus Crónicas de España, escritas en catalán pero recogidas – al menos este capítulo – por Martín de Riquer en sus ‘Reportajes de España’ dice que “parecía resucitada de casi muerta que estaba” antes de saber que se salvaba. “Era tanta la gente que corría y venía al palacio que yo creo que ni en Roma, cuando muere un papa, ni en parte alguna del mundo ha habido tanto lloro, tanto tumulto y tristeza”, escribió.
Isabel se volcó en la recuperación del monarca con tanto amor como responsabilidad política. Le había deslizado a su confesor Fray Hernando que de morir alguno prefería ser ella, pues Fernando era en aquellos momentos demasiado valioso para España. No le faltaba razón a la reina. El Rey Católico estaba negociando la recuperación del Rosellón y la Cerdeña, que serían devueltos poco después por Francia sin mediar recompensa. Con América en el horizonte y la Reconquista culminada, a Fernando aún le quedaban muchas campañas por liderar: las guerras de Italia, la conquista de Orán, la anexión de Navarra…
Quien no tuvo tan largo futuro por delante fue Cañamares, entregado a la Inquisición y torturado hasta morir. Sólo obtuvieron de él una confesión, que había tratado de asesinar al rey para ocupar su lugar. Ni motivos políticos, ni aliados, ni instigadores. No por ello el Santo Oficio fue más clemente. Las torturas que sufrió, según el relato del cronista Bernáldez, fueron verdaderamente crueles: le cortaron una mano, le sacaron una teta con tenazas ardiendo, luego un ojo y después le cortaron la otra mano. Fueron después a por el otro ojo y la otra teta y por último las narices. A continuación, le despellejaron el vientre con las mismas tenazas y luego le cortaron los pies, hasta sacarle el corazón por las espaldas. Aún le apedrearon los mozos de la ciudad antes de ser quemado vivo y esparcieron después sus cenizas al viento.