Decenas de niñas y niños han convertido una vieja y polvorienta aula en una chabola de Nairobi en el mejor escenario para evadirse de la dureza de sus vidas practicando ballet, su mayor pasión y su mejor refugio.
Para que Tchaikovsky suene en el Colegio Spurgeon de Kibera -uno de los barrios de chabolas más grandes del mundo- igual que en el Bolshói de Moscú, sus alumnos tienen que sacar los pupitres a la calle, barrer el suelo de cemento y tierra y aplacar el polvo con agua. Cuando la nube desaparece, todo está listo para bailar.
Súbitamente, dieciséis pequeños de entre 9 y 13 años abordan el minúsculo espacio como si de un gran escenario se tratara. Visten coloridas faldas de tul y ceñidos «bodies», les faltan zapatillas y no tienen barra de ballet, pero lucen un mentón altivo y están dispuestos a bailar, una tarde más.
El profesor Mike Wamaya dirige con batuta los elegantes y decididos pasos de sus pupilos, que se amontonan para no chocar con la pared. «No hay espacio, vamos a aprovechar lo que tenemos, y sonreíd, estirad vuestros cuerpos, vamos a disfrutar», les alienta.
La mayoría de los 420 alumnos de este centro son huérfanos, reciben dos o tres comidas al día y tercian con la carga de vivir en uno de los barrios más pobres y caóticos de la capital de Kenia.
Sin embargo, desde hace cinco años y medio, 34 de ellos plantan cara a esta realidad a través del ballet.
«Al principio la idea del ballet chocó con la comunidad, pero ahora sus familias se muestran receptivas porque ven que la danza ha repercutido positivamente en el comportamiento de sus hijos, tanto en casa como en el colegio», asegura a Efe Wamaya, que ha sido nominado al Global Teacher Prize, el «Nobel» de los profesores.
«Antes vivíamos de donaciones y ahora son los propios familiares quienes ponen de su parte e intentan comprar, por ejemplo, el material de los pequeños en los mercados de segunda mano», añade el docente.
No hay espejos ni un suelo adaptado, pero se esfuerzan en hacer piruetas sobre las encalladas plantas de sus pies. «Cuando tienen la oportunidad de ir a un estudio son los mejores», asegura Wamaya, que admite que le motiva más enseñar a estos niños que a los de las academias de Nairobi.
Joel Kioko, de 16 años, comparte estos días clases con Wamaya. Él también creció y se inició en el ballet dentro de un «slum» (chabola), y ahora tiene la oportunidad de formarse con una beca en Estados Unidos.
«Me gusta presentarme como un modelo para estos niños, para que puedan ver lo que se consigue viniendo del mismo lugar que ellos. Empecé hace tres años sobre un suelo sucio, sin barra de ballet, donde no hay nada más que la pasión», cuenta a Efe.
Desde su corta pero intensa experiencia, Kioko ya aprecia una diferencia entre el ballet en occidente y el que estos niños aprenden en Nairobi. «Es el mismo baile, misma música y pasos, pero hay diferencias en las posturas del cuerpo, una variedad de textura», apunta el bailarín.
El profesor Wamaya no pone corsé al baile disciplinado y a veces permite «hacer volar la imaginación de los pequeños» con música africana o jazz.
Las sinfonías se mezclan con el griterío de la mayoría que juega en el patio, pero esto no entorpece los movimientos de Vallary, que con tan solo 11 años alza una pose con soberbia, con la misma convicción que las grandes de este arte.
«Arriba, abajo, salto; arriba, salto y salto», es el compás más movido de la clase de esta tarde, que vuelve a levantar el polvo del suelo y con ello la imaginación de decenas de niñas y niños que ya no sueñan con ser doctor o profesor, sino con bailar en los mejores teatros del mundo.