Una mujer llama al fontanero. Cuando éste se presenta en su domicilio, le dice: «En la habitación de arriba está mi hijo de dos semanas. Los médicos ya lo han desahuciado. Espero que usted pueda hacer algo por él». El fontanero intenta formular una disculpa. La madre le dice: «Mi hijo está completamente entubado. A fin de cuentas, su trabajo consiste en desatascar conductos. Seguro que algo podrá hacer». El fontanero sigue disculpándose. «Pago muy bien: 2.000 libras la hora», suelta la mujer, con el aplomo de quien lanza un proyectil que no puede errar su objetivo.
El fontanero titubea. El fontanero acepta. El fontanero sube a la habitación. Hay una elipsis. El fontanero baja de la habitación y la mujer pregunta: «¿Cómo ha ido?». Él responde: «Será mejor que suba y lo vea usted misma». Cuando la madre entra en la habitación de su hijo muerto, el profesional de la fontanería le cuenta que ha canalizado la calefacción de la casa a través de su cuerpo inerte: «Si mueve este grifo, parecerá que balbucee». El sketch termina con la mujer haciendo carantoñas a lo que queda de su hijo, en medio de la oscuridad, tenuemente iluminada por el recalentado cuerpo del bebé difunto… Es una escena de «Jam», el programa de sketches cómicos (es un decir, lo de cómicos) creado por Chris Morris para el británico Channel 4 y que fue emitido entre los meses de marzo y abril de 2000.
El espacio, basado en un previo programa radiofónico, estuvo integrado únicamente por seis episodios. La segunda temporada de «Jam» consistió en la reemisión (ralentizada, remezclada, con los colores trastocados) de la primera a altas horas de la madrugada. Lo que más sorprende de «Jam» no es tanto su radical propósito de conquistar las últimas fronteras del humor negro, sino su habilidad para encontrar una forma idónea para envasar al vacío el Mal Rollo contemporáneo.
La realización juega con texturas y velocidades de imagen sobre un sofisticado fondo sonoro de ambient y trip-hop: no hay ningún elemento en el envoltorio que nos indique que estamos viendo una comedia. Los actores no desgranan sus diálogos en clave de comedia, la realización no subraya los gags, sino que parece querer congelarlos con su formalismo distanciador y paralizante. Sin embargo, «Jam» hace reír. Y también: «Jam» ofrece un preciso retrato de nuestras patologías morales de última hora, de nuestras soledades de nuevo cuño, de nuestra tristeza apocalíptica.
Chris Morris ya había sido definido por sus seguidores como «dios de la comedia, terrorista de los mass-media» a raíz de uno de sus trabajos previos, el programa «Brass Eye»: otro experimento que no era servido como programa de humor, sino como informativo presto a hurgar en temas tan delicados como el tráfico de drogas o la pederastia. «Brass Eye» utilizaba como instrumento el formato de la falsa exclusiva: el reportaje rodado con cámara oculta que, en realidad, encubría la ficcionalización exagerada de algunas paranoias colectivas.
Para rematar la estrategia, Morris pedía opiniones sobre el tema en cuestión a algunos famosos, que, invariablemente, caían de cuatro patas en la trampa mediática, soltando frases que redundaban en ese clima de linchamiento latente (y, en épocas de crisis, inminente) que suele caracterizar a todas las democracias. «Brass Eye» conseguía que su formato dejase en el aire el eco de una idea tremendamente incómoda: hoy en día, la ficción y la información sirven para lo mismo. Para alimentar la paranoia colectiva, para reafirmar la identidad de esa comunidad que evolucionará en forma de pelotón de linchamiento.
Verdad y mentira conspiran para que experimentemos una absoluta claridad mental en el fondo mismo de la confusión. «Jam» iba un paso más allá: su gran aportación a la historia de nuestro autodiagnóstico fue la de reconocer el Mal Rollo como nuestro contexto. Nuestro líquido amniótico. Lo que respiramos. Por eso, incluso la comedia tenía que encontrar una formulación a la altura de este salto cualitativo en nuestro camino hacia la catástrofe.