En las primeras páginas de “Juegos Reunidos”, el último libro de Marcos Ordóñez, un error de interpretación al escuchar una rumba de Gato Pérez abre, por así decirlo, la puerta de un Universo Paralelo.
Dejemos que sea el propio autor quien lo cuente:
“La primera vez que escuché a Gato Pérez fue por la radio, diría que en la primavera del 78. Cantaba ‘La rumba de Barcelona’, esa canción que en su centro tiene una enumeración de sus barrios, como una alegre letanía. Y en el centro del centro estaba, a mis oídos, un barrio ignorado:
«Vall d’Hebron, Astor, Sagrera»
Eso escuché, eso di por bueno. Circunstancias eximentes: su voz era oscura y la radio era un pequeño transistor. Di por bueno que había un barrio en Barcelona llamado Astor, un barrio que yo ignoraba por completo. Había muchos barrios y calles que jamás había pisado, y de nombres igualmente extraños: Camp de l’Arpa, Creu Coberta, Torre Baró.
Años después, cuando nos conocimos, le dije a Gato: «Oye, hay algo que me tiene intrigado. ¿Dónde está Astor?»
«¿Piazzolla?»
«No, hombre, el barrio»
«¿Qué barrio?»
«Astor, el barrio de tu canción. La rumba de los barrios»
Le cité el triplete. Se echó a reír.
«Estás sordo», me dijo.
«¿Cómo puedes haber entendido eso? No decía Astor, decía Les Corts. Vall d’Hebron, Les Corts, Sagrera»
Enigma resuelto, pero Astor ya estaba activado.”
La primera pieza de este libro que formula el mejor de los engaños (simular ser un extravío lúdico para acabar revelándose pieza esencial en la obra literaria de su autor) funciona como una declaración de principios. Astor, ese barrio imaginario, se convierte en algo así como un suburbio subjetivo, una realidad alternativa, un lugar desde el que elevarse o hundirse:
“Poco a poco quedó establecido que había dos zonas en Astor: la parte alta, clara, serena, limpia, inalcanzable, donde anhelaba vivir, y la parte baja donde por mi mala cabeza estaba obligado a quedarme.
La parte baja de Astor era el territorio del error, del qué hago yo aquí, de la ruta que no debí tomar. El barrio de lo irresuelto, de lo pendiente, de lo incierto. Comprendí que la parte baja de Astor era un duplicado (o un concentrado extremo) de lo que durante un tiempo viví cada día”.
Uno tarda en darse cuenta de hasta qué punto este primer texto –“Astor”- desvela el sentido último de este libro que se presenta como agrupación de prosas heterogéneas, que van de lo confesional a la ficción (que en el fondo no es sino vivencia estilizada), del ensayo lúdico al relato depuradísimo, parándose de vez en cuando en algo que hasta ahora no le conocíamos al autor de “Puerto Ángel”: el poema.
Al leer lo de la parte alta y la parte baja de Astor me acordé, quizá de manera demasiado arbitraria, de un par de textos primerizos de Kafka –“El paseo repentino” y “El camino a casa” en “Contemplación” (1913)-, de “La calle de los cocodrilos”, enigmático e inagotable relato de Bruno Schulz, y de las peripecias del desventurado Lewis Basnight de la monumental “Contraluz” de Thomas Pynchon, atribulado investigador que, en el primer tramo de la novela, va a parar a una ciudad irreconocible que es y no es la suya, porque es realidad paralela o estado (perturbado) del alma.
Y ahí se fue afirmando una imagen de Marcos Ordóñez como paseante heroico, entre el filo que separa la (abismal) parte baja de su Astor interior y la (edénica) parte alta del barrio donde siempre es el verano del 77… en Barcelona. No olvidemos apuntar que “Juegos reunidos” está escrito desde la parte alta de astor y que no, aquí dentro estamos en un espacio libre de las turbulencias que sí recorren las obras de Kafka, Schulz y Pynchon.
“Uno no acaba de saber «de qué va» un libro hasta que ha terminado de juntar las piezas”, señala el autor en la introducción. Quizá me equivoque, pero, tras la lectura, creo que puedo tocar con la punta de los dedos algo parecido al argumento cohesionador de “Juegos reunidos”, que es un libro mutante sobre la Conquista del Paraíso. De un paraíso privado.
Hay una pieza en especial –la más larga del conjunto-, donde Ordóñez convierte en relato de iniciación vitalista y apasionante su proceso de enamoramiento radical: enamoramiento de una mujer, de una época, de una atmósfera, pero sobre todo, de una manera de estar en el mundo que (y eso lo sabe el autor de “Juegos reunidos”, pero no necesariamente el Marcos Ordóñez de 1977) no tenía fecha de caducidad y poseía el potencial de ser eternizada, ralentizada, de convertirse en un espacio donde entrar a vivir.
“Juegos reunidos” me recuerda al que, en su momento, fue recibido como el libro más extraño de Marcos Ordóñez. Extraño porque él fue un escritor que se dio a conocer en clave excesiva y torrencial –“El signo de los tiempos”– y luego vinieron otros trabajos que, si bien contuvieron la tendencia al desbordamiento, no parecían movidos por una menor ambición narrativa.
Ese libro era “La esencia del guaguancó” -editado por Versal y que ahora, por cierto, en Amazon se cotiza a 427,95 euros, aunque uno puede encontrar opciones de compra bastante más asequibles en Iberlibro- y parecía una anomalía porque mostraba a un Ordóñez más sintético –y preciso- que nunca: también era un Ordóñez quizá más lúdico en su salto de un registro a otro, muy libre en su juego de concentración de estímulos y (eso era imposible saberlo) esa particular encarnación del escritor era, en buena medida, una premonición del tono futuro que brillaría en libros sucesivos tan afortunados como “Turismo interior”, “Big Time” y estos “Juegos reunidos” que aún no contienen haikus, pero sí mucha de la sabiduría vital y de la mirada serena que define esa tradición zen. ¡Alto!: No me malinterpreten, por favor. Nada más alejado de un manual de autoayuda, pero no creo exagerado decir que “Juegos reunidos” es uno de esos libros que enseñan a vivir.
Curiosamente (o no), “La esencia del guaguancó” también tenía en su punto de partida un error fonético: si aquí el escritor toma Les Corts por Astor, allí recordaba cómo los Gipsy Kings habían confundido la esencia (del guaguancó) con la ausencia en uno de sus temas.
Daba igual, decía Ordóñez, porque el sentimiento era el mismo: esencia y ausencia son intercambiables si la emoción sabe exactamente lo que está diciendo. Quizá no haya errores caprichosos, sino reveladores: para un haijin, la ausencia es el ma, concepto que (al contrario que en la cultura occidental) no contempla el vacío como espacio negativo, sino como espacio positivo. Una presencia en la ausencia que acaba dotando al discurso de su significado. No nos vayamos por las ramas, pero esa idea –el ma- no sería un símil descabellado para ese proceso de despojamiento que se esbozó en “La esencia del guaguancó” y que se fortalece en los últimos libros del autor.
Algunos ecos de “La esencia del guaguancó” se reelaboraban en la parte final del tríptico “Turismo interior” y en “Juegos reunidos” también se retoman y transforman algunos textos de ese libro –“Redemption Song”, por ejemplo-. Ordóñez habla de “Juegos reunidos” como de una nueva entrega de la autobiografía que empezó en “Un jardín abandonado por los pájaros”.
En realidad, esa autobiografía camuflada, disgregada en ficciones, en observaciones fragmentarias, en artículos de opinión y también en novelas de largo aliento empezó antes: probablemente, en esa plataforma de despegue que fue “El signo de los tiempos”.
Algunos lectores hablan de “Juegos reunidos” como de un libro nostálgico en torno al recuerdo de la Barcelona contracultural de los 70. No estoy demasiado de acuerdo con este punto de vista, Prefiero quedarme con la gran llave de interpretación que aporta el mismo título, que no es sino el nombre de una célebre creación de Industrias Geyper allá por los años 50: los Juegos Reunidos, o la opción ideal para el niño nada dispuesto a estar encerrado con un solo juguete, el sueño encarnado del infante voraz que, por puro deslumbramiento ante la diversidad del mundo, lo quiere, directamente, TODO (no necesariamente en el sentido material).
Los “Juegos Reunidos Geyper” contenían el Parchís, el Juego de la Oca, las damas, la ruleta, una baraja, el ajedrez y otras cosas más. Los “Juegos reunidos” de Marcos Ordóñez contienen apasionados ensayos –como el que reivindica la luz de “Amwerican Graffiti” frente a la sombra de “The Last Picture Show”-, evocaciones –François Truffaut, Jaime Gil de Biedma, Juan García Hortelano-, comedias ligeras –“Nuestra canción”-, miniaturas perfectas –“Una función incompleta”-, sueños –“Resurrección”-, memorias felinas –“Sólo para amantes de gatos”-, salmos de reconciliación vital, deseos formulados según la pauta poética de José Agustín Goytisolo y muchas cosas más. También hay un Juego de la Oca diseñado por el ilustrador Toni Benages que aporta una feliz metáfora existencial: toda vida es, en el fondo, un tablero de juegos en el que, en ocasiones, uno salta de oca a oca, pierde algún que otro turno en la cárcel (metafórica), pero siempre acaba llegando a la meta después de haber aprendido algo.
“Juegos reunidos” deja muy claro lo que ha aprendido Ordóñez: ha sabido detectar exactamente qué es lo que le ha hecho feliz y ha decidido transubstanciarlo desde el recuerdo hasta un presente gozado a cada minuto. En la portada, el autor, montado en Vespa, se aleja del mítico Mel’s Drive. Yo diría que va tarareando “My Favorite Things”.