A propósito de Mi amigo el gigante
El estreno de Mi amigo el gigante, la última película de Steven Spielberg, me ha llevado a preguntarme por cuánto le debo en esta vida a Roald Dahl, autor de la novela infantil en la que se basa. Inevitablemente, he tenido que responderme que le debo mucho, muchísimo, aunque mi relación con su obra no ha seguido lo que podría ser el cauce natural.
Pese a su magisterio en el terreno de la literatura para niños, yo tengo asociado a Roald Dahl a algo muy distinto: a mi emancipación como lector. No soy capaz de recordar la primera película que vi en mi vida, ni el primer libro que leí, pero sí que recuerdo perfectamente la primera vez que fui al cine completamente solo –Un hombre lobo americano en Londres de John Landis fue mi bautismo- y el primer libro que me compré con mi propio dinero, sin tener que pedírselo a mis padres. Y ese libro fue una de las antologías de relatos para adultos de Roald Dahl: El gran cambiazo.
Probablemente, por aquel entonces no sabía quién era Roald Dahl y me moví guiado por la lubricidad de la ilustración de portada, que mostraba a una voluptuosa mujer, sentada entre dos hombres, con la mirada del ilustrador colocada a la sesgada altura que permitía contemplar su ropa interior blanca y sus medias con liguero.
Sin duda, también me llamó la atención que, bajo el título, se leyese Gran Premio del Humor Negro y que el volumen perteneciese a la mítica colección Contraseñas, de Anagrama, que, en cuestiones de diseño gráfico, ya llevaba tiempo hechizándome desde los escaparates de las librerías con su promesa de diversión dionisíaca en letras de simulación neón y estética de tebeo contracultural.
El gran cambiazo estaba compuesto por cuatro relatos, dos de los cuales estaban protagonizados por un personaje recurrente, el libertino tío Oswald, que, más tarde, protagonizaría la única novela para adultos de un escritor que, en esa especialidad, consagró el grueso de su esfuerzo al relato breve. Nunca olvidaré ese relato en el que Oswald acababa acostándose con una prostituta leprosa en un ambiente sacado de Las Mil y Una Noches.
Por entonces lo ignoraba, pero yo ya había estado expuesto al talento de Roald Dahl: en la infancia vi varias veces Chitty Chitty Bang Bang, el mega musical en el que un Dahl guionista –que, al parecer, no se quedó satisfecho con el resultado final- adaptaba una obra de Ian Fleming, padre de James Bond.
El Cazador de Niños que encarnaba ahí Robert Helpmann atravesó muchas de mis pesadillas, con su cazamariposas en ristre. También tardé mucho en saber que esa película supuso mi primer contacto con Benny Hill.
Otro recuerdo asociado a Dahl: en mi colegio salesiano había programa doble de cine cada domingo, al que solía asistir con más devoción que a las misas. Uno de los domingos en que falté a esa cita en la que Bud Spencer, Godzilla, Santo, el Enmascarado de Plata y héroes de péplum se mezclaban en sesiones realmente arrebatadoras, se había proyectado Un mundo de fantasía, la primera adaptación cinematográfica de Charlie y la fábrica de chocolate: la narración oral de esa película por parte de los amigos que sí acudieron a la sesión me aguijoneaba con la certeza de que acababa de perderme la mejor película del mundo, una película que me parecía soñada, imposible, pues tal era la suma de ocurrencias delirantes y prodigios que se hilvanaban en el relato. (Al parecer, a Dahl tampoco le gustó esta película).
Sería algunos años después de mi lectura de El gran cambiazo cuando TV3 empezó a emitir Tales from the Unexpected –bajo el título de Histories Imprevistes-, la serie en la que el propio escritor ejercía de maestro de ceremonias a lo Alfred Hitchcock presenta….
Se cerraba un círculo, porque muchas de las entregas más inolvidables de ese Alfred Hitchcock presenta… se debían a la portentosa imaginación de Roald Dahl: El hombre del sur –que más tarde rememoraría Quentin Tarantino en su segmento de Four Rooms-, Cordero para cenar –que Almodóvar homenajeó en uno de los giros narrativos de ¿Qué he hecho yo para merecer esto?– o Apuestas –donde Keenan Wynn encarnaba al sufrido señor Botibol, ahogado en el curso de una desafortunada estrategia ludópata-.
En Histories Imprevistes, Dahl teorizaba sobre la naturaleza del humor negro y ofrecía otras miniaturas maestras, como la adaptación de su relato Génesis y catástrofe, construido sobre la arriesgada pirueta conceptual de hacer sufrir al lector por la supervivencia de un recién nacido… que al final resultaba ser ese monstruo llamado Adolf Hitler.
Me convertí, pues, en lector del Dahl infantil después de haber agotado su corpus adulto y, lejos de encontrarme con un material que me pillaba crecido, quedé deslumbrado por lo insólito de su mirada, que nunca era aleccionadora, sino que se ponía siempre del lado del espíritu transgresor del niño, como ejemplifica una libro tan poderoso –y tan escueto- como La maravillosa medicina de Jorge.
En los últimos años, muchos cineastas han reconocido su deuda con Dahl –Wes Anderson, Tim Burton…- y, aunque no tengo ni idea de lo que podría pensar el escritor de estas adaptaciones, hay algo que para mí funciona como una verdad inamovible: no hay película basada en su obra que no sea interesante.
Mi amigo el gigante no es la excepción a la regla, pero la película se ha topado con una insólita hostilidad que, si bien ha tanteado algunas variantes socorridas –es un producto Disney, etcétera, etcétera…-, ha hecho especial hincapié en un extremo que me ha llamado la atención: muchos críticos y espectadores han acusado a la película de ser demasiado lenta.
Quizá el ritmo de Mi amigo el gigante sea un anacronismo en la era del Pokemon Go, pero lo que logra la película de Spielberg es capturar la justa respiración de la novela de Dahl, añadiéndole, además, un buen surtido de ideas visuales inéditas, como ese barco pirata que sirve de lecho al gigante y cuyas velas se mueven al ritmo de sus ronquidos.
Hay mucho que celebrar en esta película que, al contrario que tanta propuesta de animación de última hora, no trata a sus espectadores como una manada de pastilleros con déficit de atención en la Ruta del Bakalao: el modo en que Spielberg mueve su cámara en ese espacio mágico, siguiendo la lógica de la mirada en un territorio aparentemente ilógico, podría merecer páginas y páginas de detallado análisis.
Para mí ha sido, de momento, la gran película familiar del verano. No hagan caso al hype negativo y concédanle su tiempo.