Es un fenómeno que se repite con cierta frecuencia. La Luna amarilla no es algo extraño, aunque lo normal es verla grisácea o completamente blanca y brillante. Habría varias explicaciones a los colores de la Luna.
En primer lugar, cabe destacar el cómo nuestros ojos y nuestro cerebro percibe la luz. En principio, el color real de la luna es oscuro, amarillento en algunas zonas, dependiendo de la composición química de su suelo. Así, fundamentalmente lo que determina el color de la superficie lunar son los contenidos de hierro y titanio.
Pero la luna está iluminada por el Sol, de ahí que los colores difieran en función de cómo los rayos inciden sobre su superficie. Las regiones que tienen una baja reflectancia son aquellas que contienen cantidades relativamente altas de óxido de hierro. Las que tienen más contenido de óxido de titanio reflejan incluso menos la luz, por lo que incluso el color se puede percibir más azulado.
Por otro lado, el contraste con el oscuro del espacio hace que la percibamos más brillante y blanca. Cuando nos fijamos en la luna de día, el ojo percibe mejor el fondo azul del cielo, de modo que el cerebro piensa que la luz es azul. Cuando se mira a la luna de noche, el cerebro tiene más dificultad para hacerse una idea de qué color es la luz.
Pero la luna se puede ver de otros colores, por ejemplo, rojiza. Esto se produce cuando la luz del Sol que le da a la Luna pasa a través de la atmósfera de la Tierra. La atmósfera dispersa más la luz azul que la luz roja, y por lo tanto el rojo es el color que más se ve. Esta luz rojiza rebota en la Luna, viene de nuevo a la Tierra y la vemos roja.