Decía Benjamin Franklin que “Quienes son capaces de renunciar a la libertad a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad”. Pero cuando lo expresó todavía faltaban casi tres siglos para que en Nueva York fueran derribadas las Torres Gemelas en el mayor acto terrorista de la historia de la humanidad.
Lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001 inauguró en Estados Unidos una nueva era, marcada por el miedo, que inclinó la balanza de la libertad y la seguridad hacia esta última de una manera desproporcionada. Durante algún tiempo estuvo plenamente justificado, pero el que doce años después, y desaparecido el principal culpable de aquella atrocidad, ese equilibrio no se haya normalizado es una sorpresa para muchos.
Y de ahí el estupor provocado entre los ciudadanos norteamericanos por las últimas noticias.
Pocos se imaginaban que sus llamadas telefónicas estaban siendo registradas o que las mayores compañías de Internet, como Google o Facebook estaban proporcionando información presuntamente reservada. Y, mucho menos, que todo ello se estuviera produciendo bajo cuerda pero con el visto bueno de los poderes judicial y legislativo.
La lucha antiterrorista es la excusa
Todos unidos, una vez más, contra el terrorismo, pero con unos métodos que muchos consideran inadecuados para un gobierno demócrata liderado por un presidente que prometió acabar con la cárcel de Guantánamo, el mayor exponente de las aberraciones cometidas en nombre de la lucha contra el terror. Y no solo él. Como ha dicho el responsable de la Unión Americana de Derechos Civiles, refiriéndose al registro de las llamadas telefónicas, “se trata de una mancha sobre todos aquellos que han permitido que algo así ocurriera”, desde el gobierno que lo propuso hasta el juez que lo autorizó pasando por los congresistas que fueron informados.
Lo que algunos se preguntan, a la vista de lo ocurrido últimamente, con marcajes a periodistas, cuando no directamente espionaje, es qué nuevas sorpresas deparará el futuro inmediato.
La otra gran interrogante que subyace en el debate es si todas estas medidas están siendo eficaces. Los responsables del asunto aseguran que, gracias a ellas, se han evitado atentados mortales contra intereses y ciudadanos norteamericanos en todas partes del mundo. Pero lo que el ciudadano de a pie tiene en la retina es la imagen de un par de bombas estallando cerca de la línea de meta del maratón de Boston y asesinando a personas inocentes.
Los políticos tampoco se ponen de acuerdo
Los primeros sorprendidos por algunas de estas medidas son los propios demócratas, con el consiguiente desgaste que ello conlleva para el presidente. Haber mantenido algunas de las prácticas iniciadas por el presidente Bush en los años posteriores al 11-S, permitidas entonces por la Patriot Act, ha defraudado a muchos de los que veían en Obama al presidente de las libertades.
Y una división similar se ha producido en el aparato legislativo. Algunos senadores demócratas ya habían lanzado la voz de alarma sobre algunos aspectos de la Ley cuando tocaba renovarlos. Pero otros, tanto demócratas como republicanos, han defendido su mantenimiento como una necesidad todavía irrenunciable.
Eso mismo es lo que deben valorar ahora los norteamericanos. Celosos de su libertad individual desde los tiempos de Franklin, que incluso les cuesta miles de muertos cada año porque les permite llevar armas libremente, se enfrentan ahora a una crucial disyuntiva: dar por terminada una situación que limita su libertad o seguir cediendo parcelas a cambio de una mayor seguridad. Barack Obama dijo recientemente que era hora de terminar con la guerra contra el terror. Pero los hechos le han desmentido.