Quizá haya sido una simple coincidencia, pero el hecho de que estos días (el 8 de mayo en los países más occidentales y el 9 en Rusia y alrededores) se celebre el aniversario de la capitulación de Hitler en 1945 influye mucho sobre lo que está ocurriendo en Ucrania. Nótese, en primer lugar, que la pregunta del referéndum del día 11 a los ucranianos del este es si están a favor o no de la República Popular de Donetsk.
Después de escuchar las declaraciones de Putin sobre la “inconveniencia” de celebrar la consulta, los miembros del consejo que dirige la revuelta contra el poder de Kiev han dejado claro que el referéndum se hará, le guste o no al presidente ruso, porque millones de personas lo piden. Concretamente, aseguran, los seis millones y medio de habitantes de las provincias de Donetsk y Lugansk.
Más odio a Kiev que amor a Moscú
Lo que más desearían, no lo niegan, es formar parte de Rusia. Pero si algo les mueve por encima de todo es el odio al gobierno instalado en Kiev después de la revolución del Maidán. Aunque su composición es muy variopinta ellos solo ven, vuelta a los simbolismos, a los grupos de extrema derecha, que para ellos suponen algo así como la reencarnación de los ucranianos que apoyaron al nazismo.
Que el país está fuertemente dividido es una realidad innegable. Y ha sido el propio Putin, por activa o por pasiva, quien se ha ocupado de atizar los ánimos negando la legitimidad del gobierno ucraniano y afirmando machaconamente que no se dan las condiciones para celebrar las elecciones del 25 de mayo. Hasta ahora, cuando incluso ha afirmado que esos comicios pueden ser una buena salida a la crisis, dejando en mal lugar a su ministro de Exteriores, Lavrov, que unas horas antes aseguraba que era insólito que se celebrara en la situación actual de enfrentamiento.
La marcha atrás de Putin
Que el presidente ruso modifique su opinión en función de sus intereses tampoco debería sorprender a nadie a estas alturas. En este caso, tan radical cambio de postura puede deberse a dos factores: uno, su reunión con el presidente suizo en su calidad de presidente actual de la OSCE y posible portador de nuevas amenazas de sanciones por parte de Occidente.
Y dos, a la presencia del secretario general de la OTAN, Ander Fog Rasmussen, en Polonia, un país demasiado próximo a Rusia. Como si esta visita, que no puede ser casual, constituyera otro aviso de que la actitud de Occidente va en serio. Siguiendo con el simbolismo, a Putin es a quien menos le interesa volver a una guerra fría que sería devastadora para su maltrecha economía.
Putin no quiere una “república popular”
Quizá también, no debe desdeñarse, a Putin no le gusta nada la idea de compartir frontera, e incluso tener que incorporar en un futuro próximo, a un proyecto de estado que se llamaría a sí mismo “república popular”. Si algo tiene claro el actual amo del Kremlin es que aquellos tiempos han pasado y que el capitalismo no tiene marcha atrás. Que se lo pregunten a los oligarcas rusos, que gozan de su mayor confianza.
Todo esto ocurre en un ambiente de crispación que muchos analistas consideran como el preludio de una guerra civil. Un conflicto que sería muy desigual si Rusia finalmente apoyara a los prorrusos. De momento, sin embargo, estos solo cuentan con las armas que roban en las comisarías que asaltan y con las que, curiosamente, les venden bajo cuerda los propios soldados ucranianos. Si hay algo que une verdaderamente a los dos bandos es la corrupción rampante.