Cerca de la plaza de Tiananmen de Pekín había hasta hace muy poco un Museo de los Impuestos. Era, en realidad, un templo reconvertido en 2005 en un lugar para motivar a los chinos a abandonar la economía sumergida, un mal endémico del país.
En realidad, China es, probablemente, una de las grandes economías que menos depende de los impuestos. No hay Estado del Bienestar, y sus ciudadanos están prácticamente indefensos ante las adversidades. No existe, por ejemplo, una red de salud pública como tal. Como, además, someten a una severa represión financiera a sus ciudadanos y empresas (que tienen que mantener sus capitales circulando en el país), a China nunca le falta cash. Su deuda es la propia de un país en vías de desarrollo; muy baja: el 43% del PIB.
El gigante asiático es la antítesis de los países avanzados. En estos, los impuestos suelen ser considerablemente altos, así como los gastos. Una economía avanzada necesita un alto valor añadido para sus productos, y eso requiere de infraestructuras públicas, de ciudadanos sanos y de personas bien educadas. Implica dar oportunidades a todos por igual para que los mejores arquitectos, informáticos o economistas no dejen de serlo por haber nacido en una de las familias “de abajo”.
La deuda es lo propio de un país avanzado
Tanto hay que gastar para tener una economía avanzada que, incluso cobrando mucho en impuestos, hay que recurrir a la deuda pública. Por eso Estados Unidos tiene un 104% de deuda con respecto a su PIB y España un 100%; por eso Japón está en el 200% e, incluso, en la austera y financiada precio de saldo Alemania, “la china” de Europa, la factoría continental, roza el 80%.
Endeudarse no es de izquierdas ni de derechas, es de país avanzado. Dijo Mariano Rajoy que la economía de un país es como la de las familias, y no hay que gastar lo que no se tiene. Nada más falso. Los países, como las empresas, tienen que invertir.
Subir ciertos impuestos, siempre de forma progresiva, y tratando de atinar en cuál hay que moderar en cada momento para no asfixiar la economía, tampoco es de izquierdas ni de derechas. A estas alturas del siglo XXI esa distinción es anacrónica. Los impuestos y el gasto se suben o se bajan en función de en qué parte del ciclo económico se esté.
Sin clase media no hay paraíso; sin gasto no hay clase media
Hay una relación directa entre algunos tipos impositivos, como el tipo máximo a las personas físicas, y la desigualdad. Cuanto menos pagan las rentas más altas, más desigualdad existe.
En Estados Unidos, por ejemplo, el tipo impositivo máximo, el que pagan las rentas altas, había caído hasta el 25% en los años 20, hasta que explotó la burbuja financiera. Después se subió drásticamente. Se mantuvo en el 90% durante toda la década de los cincuenta y parte de los sesenta, cuando lo que era bueno para la General Motors era bueno para América. Se quedó por encima del 70% hasta 1980.
Entonces llegó Ronald Reagan lo bajó hasta el 30%, y ya nunca volvió a trepar más allá del 40%. ¿Qué ha pasado con la desigualdad mientras? Hasta 1986, el porcentaje de la riqueza que tenía el 0.1% de la población más acomodada equivalía a lo que tenía el 25% de los más pobres. Desde entonces, empezó a subir vertiginosamente. Hoy, ese 0,1% tiene la misma riqueza que el 70% de la población. Dicho de otro modo: Bajar los impuestos a los ricos lo único que propicia es la concentración de la riqueza.
¿Es malo que la riqueza esté ultraconcentrada? Depende para quien, claro. Los países en los que la riqueza está en pocas manos las cosas funcionan peor para la mayoría. Es la virtud de la clase media: cuando mayor es, mejor va la economía; si mengua, empeora. ¿Por qué? Grosso modo: Un millonario puede comprar un coche, o diez coches; 1.000 millonarios pueden, incluso, adquirir 10.000 coches. Pero para que una economía moderna funcione, es necesaria la venta de millones de coches, y de millones de casas. Millones de todo. Es imprescindible que la clase media tenga poder adquisitivo.
Por ese efecto de la desiogualdad el europeo mediano (el que está en medio si ordenamos a todos de mayor a menor) es mucho más rico que el estadoundiense mediano: Al americano le tocan 45.000 dólares de riqueza, al español 63.300 y al francés más de 110.000, todo según el informe de riqueza de Credit Suisse.
Todo dentro de un orden
Aquí es donde llega el matiz: si se estruja a la clase media a impuestos, se retraerá el consumo. Si se exprime a las empresas, crecerán menos. La clave no es, por tanto, si subir o bajar impuestos; es más bien determinar con sabiduría qué impuestos se suben y cuáles se bajan en cada momento del ciclo económico.
¿Por qué se trata fiscalmente igual a una pyme que a una corporación? ¿Realmente necesitan Banco Santander o Telefónica incentivos fiscales? ¿Y los vehículos de inversión como las SICAV, salvajemente descontrolados?
Tampoco suele ser conveniente gravar impuestos como el IVA en tiempos de crisis. Todo el mundo compra una barra de pan, y ponerlo demasiado alto perjudica más a los que menos tienen. Pero no todo el mundo va a subscribirse a un club de golf, por poner un ejemplo.
La llamada organización de las naciones ricas, la OCDE, aplaudió hace unos días la intención de Donald Trump de regar la economía estadounidense con un enorme plan de infraestructuras. Es sabio, porque literalmente puentes y carreteras se les caen a cachos. Pero lo es, además, porque Estados Unidos, como Europa, se ha desindustrializado demasiado con la globalización, y eso sólo puede compensarse con gasto público que, bien realizado, puede devolver cada euro gastado con un euro en impuestos del trabajo directo e indirecto generado. Es el keynesianismo, base de la socialdemocracia que ahora imitan, por todo el mundo, tanto los partidos de derechas como los de izquierdas.